En la mañana del 27 de marzo de 1994 un funcionario de prisiones venezolano abrió la puerta principal del penal de San Francisco de Yare para que el más célebre de sus presos, un militar golpista de nombre Hugo Chávez Frías, recuperase la libertad. Habían pasado sólo dos años, un mes y 20 días desde que este teniente coronel paracaidista pusiese en jaque al país con una sangrienta asonada militar, que pretendía derrocar por la fuerza al corrupto, pero democráticamente elegido, Gobierno de Carlos Andrés Pérez.
Como Hitler tras el putsch de la cerveza, Chávez empleó sus dos años escasos en prisión en vivir bien y, sobre todo, en escribir un libro: “Cómo salir del laberinto”, un panfletillo político que ni siquiera fue obra suya y que, en muy pocas palabras, exponía cuáles eran sus recetas para que Venezuela retomase el rumbo de la modernidad tras dos décadas perdidas. Nadie, ni siquiera él mismo, le consideraba revolucionario; a lo más fervoroso regeneracionista patriótico como tantos que, emulando a la madre patria, han dado las repúblicas hispanoamericanas en los últimos 200 años. Por eso su insurrección fue totalmente sobreseída por el presidente Caldera, tan falto de apoyos políticos que hubo de buscarlos en la izquierda venezolana, simpatizante del joven y arrojado oficial.
Pero, a pesar de que sus contemporáneos no lo supieron ver, Chávez tenía una idea única en la cabeza: hacerse con el poder a cualquier precio y de cualquier modo. Esta vez, eso sí, no iba a poder cumplimentar su deseo por la fuerza, al menos en la primera etapa. Con intención de dotarse de un basamento ideológico propio viajó a Cuba, donde el todavía entero Fidel Castro le recibió con los brazos abiertos. Allí, en La Habana, con maestros cubanos, y en Buenos Aires, donde trabó contacto con el neofascista Norberto Ceresole, aprendió todo lo que sabe y que, combinándolo con los ingredientes de la casa, es lo que ha aplicado una vez ha tenido el poder absoluto en la mano.
Porque Chávez, a diferencia de Castro o de Daniel Ortega, no vio culminado su sueño de conquistar el aparato estatal tras una heroica revolución de guerrilleros echados al monte con el fusil al hombro, sino tras una reñidísima campaña electoral en la que, con todo de su lado pero sin poder meter un tiro al enemigo entre ceja y ceja, obtuvo la mitad de los votos. Así, de un modo tan prosaico y civilizado, aquel 6 de diciembre de 1998, se inauguró lo que con el correr de los años terminaría conociéndose como chavismo, un régimen hecho a imagen y semejanza de un solo hombre.
Desde entonces, y ya van más de 11 años de Gobierno, el cada vez más poderoso presidente de Venezuela ha ido quemando fases en su viaje al socialismo, es decir, en su camino sin retorno hacia la ruina política, económica y moral del que un día fuese uno de los países más prósperos y atractivos del mundo. La primera de esas fases, que consumió su primera legislatura, fue la bolivariana. Atando su nombre al de un personaje histórico de gran arraigo en Venezuela –el Libertador era oriundo de Caracas–, levantó los cimientos del régimen. Abolió la Constitución del 61, salió al aire su programa “Aló Presidente” y modeló su estilo de Gobierno, un estilo personalísimo e inimitable, a caballo entre el autoritarismo de Mussolini, las charlotadas de Cantinflas y el sentimentalismo de opereta de un actor de culebrón venido a menos.
Así nació la República Bolivariana de Venezuela, que es el nuevo nombre oficial del país. Chávez ha creado escuela y, como padre de los nuevos populismos hispanoamericanos, ha impreso un nuevo significado a las palabras. A pesar de que Bolívar fue, con todas sus miserias, un revolucionario liberal que aborrecía las autocracias como la que ejercía en su tiempo Fernando VII de España, Chávez ha reinterpretado su vida y obra dotándola de una épica socialista y patriotera que nunca existió en las guerras de independencia. Pero, en aquel momento, lejos aún de controlar todos los resortes de la sociedad venezolana, esa mística bolivariana fue extremadamente útil y muchos la compraron a ciegas. No tardarían mucho en arrepentirse.
En abril de 2002, diez años después del golpe de Estado frustrado que había organizado Chávez, la oposición le dio a probar una cucharada de su propia medicina. Pero el golpe, gestado durante meses por el malestar popular que ocasionaron las primeras reformas y goriladas dirigidas a descabezar a la sociedad civil, salió peor que mal. Chávez perdió el poder dos días de auténtica locura fratricida en las calles de Caracas, luego fue restituido por sus partidarios en el Palacio de Miraflores. A partir de ahí, refortalecido el hombre, su Gobierno se transformó en revolución por las bravas. Nada ni nadie, ni siquiera un referéndum revocatorio en agosto de 2004, consiguió pararle.
Para las elecciones de diciembre de 2005 el recurso nostálgico a Simón Bolívar había cedido ya al comunismo a la cubana rebautizado a toda prisa como Socialismo del siglo XXI, una variedad del germen marxista que, al contrario que las otras, iba a ser inofensiva para la libertad y la hacienda de los súbditos condenados a padecerla. Al final ha resultado que el socialismo del siglo XXI se parece mucho al del XX; de hecho, es idéntico en todo. La oposición, dividida, derrotada y perseguida por los círculos bolivarianos, una copia calcada de los Comités de Defensa de la Revolución que amargan desde hace medio siglo la vida a los cubanos, se retiró de la arena política, limitándose a sobrevivir con la esperanza puesta en que Chávez no diese un paso más.
En vano, naturalmente, porque la existencia del Gobierno ex bolivariano y ahora socialista del siglo XXI siempre se justifica dando un paso más. En Venezuela, por ejemplo, ya casi no quedan empresas privadas y las pocas que subsisten lo hacen adorando al Gobierno y pagando altísimos impuestos. El resto han sido expropiadas sin miramientos ni motivo razonable. El Estado, por su parte, ha crecido extraordinariamente y hoy está presente en todos los ámbitos de la vida pública. Es un Estado, además, ineficiente, saqueador y arbitrario, que ha arruinado la economía nacional para sostener un armatoste público que ni con la inmensa renta petrolera con la que cuenta Venezuela puede sostenerse.
Los venezolanos son hoy más pobres y más esclavos de los caprichos de un político, el chavista, caprichoso y venal en grado extremo. Chávez y su camada de camisas rojas goza de una impunidad prácticamente absoluta. Puede hacer lo que le plazca sin dar más explicaciones que cuatro carcajadas malsonantes en su programa de televisión, desde donde, cada domingo, toma importantes decisiones de Gobierno, cierra cadenas de televisión, amenaza a los colombianos o insulta al presidente de los Estados Unidos para pasmo de todo el cuerpo diplomático.
El régimen se encuentra hoy plenamente consolidado tras el último retoque a la Constitución, que se practicó en enero de 2009. Chávez dispone a placer de todas las instituciones del país y las utiliza en beneficio propio para aplicar con denuedo su programa de transformación radical de Venezuela y de sus habitantes, sometidos a una politización enfermiza que ha hecho renacer un odio entre clases y razas como no se veía desde el siglo XIX. Al tiempo, ha abierto un enfrentamiento con la vecina Colombia que bien podría desembocar en un conflicto armado entre las dos repúblicas. La vieja táctica del enemigo exterior de la que todos los dictadores se han valido para cubrir sus vergüenzas.
Pero la obra cumbre de la revolución bolivariana, a la que más tiempo y recursos dedica Chávez, es la balcanización de toda la América Hispana. Ha conseguido, con paciencia y miles de millones de petrodólares, colocar a sendos esbirros en los Gobiernos de Ecuador y Bolivia. Lo intentó en Perú con Ollanta Humala y en México con López Obrador, pero las urnas no le fueron propicias. Ha creado el llamado ALBA (Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), que es una especie de COMECON donde Caracas, creyéndose el Moscú de Breznev, financia a otros regímenes socialistas del hemisferio como Cuba, el abuelete pordiosero y desdentado que Chávez mima con dedicación de hijo agradecido, Nicaragua, Ecuador y Bolivia.
Mientras la savia vital del petróleo siga fluyendo de los pozos de Maracaibo a las arcas del Gobierno poco se podrá hacer para frenar el contagioso eczema que ha brotado en la castigadísima epidermis de Hispanoamérica. El oro negro lubrica la máquina chavista y hace que ésta funcione a la perfección. Sólo una caída en su cotización haría que semejante castillo de arena se viniese abajo por la simple razón de que no habría manera de mantenerlo en pie. Cuando eso suceda, y más tarde o más temprano sucederá, el estallido va a ser de tal envergadura que Venezuela habrá de enfrentar el mayor desafío de toda su historia.
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