Muammar Al Gadafi nació en una jaima del desierto líbico en plena guerra mundial, cuando Rommel y Montgomery se batían el cobre entre Bengasi y El Alamein. A los 27 años se hizo con el poder gracias a un golpe de Estado que derrocó al rey Idris. Admiraba a partes iguales al Che Guevara y al dictador egipcio Gamal Abdel Nasser. Sobre las averiadas enseñanzas de ambos compuso su obra magna: el “Libro verde”, un cuadernillo que refreía el marxismo con el nacionalismo panárabe y el tercermundismo del África negra.
La empanada, necesariamente indigesta, se la hizo comer a todos sus compatriotas so pena de recibir un balazo. Bajo su mando, Libia se convirtió en el país granuja por excelencia durante tres décadas. Apoyaba, financiaba y ejercía el terrorismo antioccidental. En su haber criminal figuran varios atentados, incluido el del avión de PanAm sobre Lockerbie, y una sangrienta represión interna. La URSS estaba encantada con él. Metió al país en dos guerras, una contra Egipto y otra, muy larga, contra Chad a causa de una franja fronteriza desértica que consideraba suya. A raíz de la guerra de Irak cambió de estrategia. Tras hacer mutis sobre su pasado y ofrecerse como fiable suministrador de petróleo, Occidente le perdonó las travesuras y asumió como inevitable su régimen. 42 años después han sido los propios libios quienes le han quitado de en medio. Los milagros existen, incluso en África.
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