domingo, 27 de febrero de 2011

Reyes de Calibán

Jean-Bedel Bokassa, autocoronado emperador del Imperio Centroafricano
En la milenaria historia de África sólo hay un acontecimiento histórico que supere en dramatismo la tragedia de la colonización: la de la descolonización. Cuando, a mediados de los 50, las potencias europeas venidas a menos tras la hecatombe bélica decidieron desprenderse de sus posesiones africanas no sobrevino una era de paz, democracia y prosperidad, sino el tiempo de algunos de los tiranos más espantosos que ha conocido la especie humana. 

Son los reyes de Calibán, una nefasta clase de gobernantes que, aunque proliferaron por todas las ex colonias durante la segunda mitad del siglo pasado, fue en las recién nacidas naciones africanas donde se quedaron a vivir. Cada país tuvo el suyo, y con él su ración de crímenes, locura, culto a la personalidad y violencia civil. Eran la otra y desconocida cara del buen salvaje que los europeos siempre hemos adorado. Iban a liberar a África de la opresión colonial y de su odiosa democracia liberal y, como suele ocurrir cuando se desafía a ésta última, consiguieron exactamente lo contrario. El continente les debe la miseria y el dolor de tres generaciones de africanos.

Hace sesenta años eso, obviamente, no se sabía. Por aquel entonces Kwame Nkrumah era un joven activista de Costa de Oro formado en la Universidad de Pensilvania. Apelaba a sus paisanos para que exigiesen la independencia al Reino Unido. Ésta vendría aparejada de una riqueza sin límites y de las bendiciones de la libertad política. La población de la colonia picó el anzuelo y le entregaron el poder.

La autonomía llegó en 1957, tres años más tarde la independencia. Pero la única riqueza que Nkrumah podía traer era la de su incontenible charlatanería, plagada de lugares comunes de marxismo elemental, odio al hombre blanco y aborrecimiento absoluto del imperio de la ley y la libertad individual. Desde el mismo momento de su asalto al poder se hizo llamar “Osagyefo” (el redentor), un título casi tan ampuloso como el que le dio al país: Ghana, que significa “Rey guerrero”. Lo de los nombres sería sólo la obertura de una ópera, no precisamente bufa, que arruinaría la hasta ese momento floreciente colonia de Costa de Oro.

Nkrumah, como el resto de los reyes de Calibán que le imitaron a lo largo y ancho de todo el continente, estaba persuadido de que sólo a través de la política se podía cambiar el mundo. El resto no importaba e incluso, a veces, incordiaba bastante. Luego ciertas sofisticaciones occidentales como el imperio del derecho o las libertades civiles tendrían que ser arrancadas de cuajo. Y así fue. Nkrumah creo su propia ideología, a la que llamó “consciencismo”. En rigor, ni era ideología ni nada, pero en Ghana pasó a ser de curso forzoso. Nadie podía llevar la contraria al que se autodenominaba “Hombre del Destino” y “Estrella de África”. El que lo hacía lo pagaba con la vida. Esa fue la única ley inmutable durante sus años de Gobierno.

Fue prolijo en frases estúpidas, como aquella en la que aseguraba que él era el representante de África y hablaba en su nombre, por lo que “ningún africano puede tener una opinión que discrepe de la mía”. Los que la tenían, lógicamente, se la callaban. El “consciencismo” encontró pronto una salida al exterior. Sus vecinos no tardaron en aprenderse las frases de Nkrumah de memoria y transplantaron su “ideología” a sus respectivos países.

Fue el caso del congolés Patrice Lumumba, antiguo empleado de correos, que inauguró la independencia del Congo con una degollina de belgas en Leopoldville. La furia homicida duró poco, meses después el caudillo de Katanga, Moise Tshombe, le declaró la guerra, le apresó y, sin mediar palabra, le fusiló. El encargado de apretar el gatillo fue su compatriota Joseph-Desiré Mobutu, que terminaría haciéndose con el poder seis años después. Mobutu batió todos los récords en lo que a nombre rebuscado se refiere. Se hizo nombrar Mobutu Sese Seko Nkuku Wa Za Banga o, lo que es lo mismo, “Guerrero todopoderoso que, por su resistencia y voluntad inflexible, va de conquista en conquista, dejando el fuego a su paso".

Idi Amín, dictador de Uganda
El guerrero todopoderoso no conquistó nada, pero nacionalizó la economía, expulsó a los europeos, robó todo lo que habían dejado los belgas y, cuando ya no quedaba nada, se metió en una nueva guerra civil. Entretanto, y para no defraudar a su inspirador ghanés, le cambió el nombre al país y a todas las ciudades. El Congo dejó de serlo y empezó a llamarse Zaire y Leopoldville, que siempre se llamó Leopoldville, se convirtió en Kinshasa. Para que no le acusasen de improvisador siguió el guión marcado por Nkrumah y se inventó una “ideología” personal a la que llamó, sin modestia alguna, “mobutuismo”. Los congoleses, mientras tanto, podían elegir entre morir de hambre o acribillados a balazos por el ejército regular o por cualquiera de las incontables guerrillas comunistas que recorrían la jungla. Tal era el desastre del Congo de Mobutu que, cuando, en 1965, el Che Guevara viajó hasta allí para montar una revolución salió espantado.

Eso de tomar el poder por la fuerza y desangrase en interminables guerras civiles fue el santo y seña de los reyes de Calibán. Diez años después de la independencia Benin había sufrido seis golpes de Estado, Nigeria y Sierra Leona, tres. Con alguna honrosa excepción, el resto de países estaban gobernados por militares que habían llegado al poder por la fuerza de las armas. Una de esas excepciones fue el tanzano Julius Nyerere, un profesor de historia a quien los ingleses regalaron el poder en 1961.

Nyerere era un hombre de letras y no de armas, por eso le dieron un cuartelazo en 1964. Pidió ayuda a los británicos, que sofocaron el motín y le repusieron en la presidencia. Lejos de agradecérselo, se sacó de la manga un extraño concepto ideológico de su propia cosecha: la “ujmaa” (familiaridad), que es como dio en llamar a un programa de Gobierno que, por lo demás, era socialista de principio a fin. Proscribió a los disidentes por ser éstos antiafricanos, colectivizó la tierra y empezó buscarse enemigos externos, generalmente de raza blanca y lengua inglesa, aunque también la tomó con los laboriosos comerciantes chinos porque, según él, “vivían a costa de otros”. Su pensamiento lo resumió en la “Declaración de Arusha”, un manualillo de socialismo tercermundista que causó sensación en occidente, sobre todo entre los izquierdistas que ultimaban los preparativos para el mayo parisino.

La mojigatería profesoril de Nyerere creo rápidamente escuela. Un poco más al sur, en la Rodesia septentrional, el reyezuelo local, Kenneth Kaunda, perfeccionó las enseñanzas de Nyerere en lo que dio en llamar el “humanismo zambio”. Kaunda, que también era maestro de escuela, prohibió en la recién creada Zambia el egoísmo, la codicia, la ignorancia, el individualismo, la pereza, las enfermedades y, como no, la explotación del hombre por el hombre. Para llevar a cabo tan ambicioso plan sin que nadie le incomodase tuvo que eliminar a todos los adversarios políticos y nacionalizar la economía. Hecho esto entró en la órbita de Moscú y se hizo amigo íntimo de Sadam Hussein. Todo un rey de Calibán este Kaunda. Veinte años después Zambia era uno de los países más míseros del mundo y arrastraba una deuda multimillonaria que nunca ha terminado de pagar.

Si Zambia pudo, a duras penas, sobrevivir a Kaunda, la República Centroafricana no sucumbió por los pelos ante Jean-Bédel Bokassa, un autoproclamado general que, mediante un golpe de Estado, derrocó al presidente que habían dejado los franceses. Todo en Bokassa era estrafalario y excesivo. Obsesionado con la figura de Napoleón, se proclamó emperador en un polideportivo ante 3.500 invitados. La ceremonia le costó a un país pobre de solemnidad 25 millones de dólares. Pero no fue lo peor. Bokassa liquidó a mansalva a todo el que se oponía a sus dictados y dejó al país en el esqueleto. Entre una cosa y la otra concibió 50 hijos de 19 mujeres diferentes. Todo un carácter, y así se lo hizo ver al Vaticano. Como Pablo VI se negó a acudir a su autocoronación se vengó convirtiéndose al Islam, aunque sólo durante tres meses.

En abril de 1979 obligó que todos los escolares llevasen estampado en el uniforme su propio retrato. Se produjeron revueltas que Bokassa reprimió con inusitada dureza. Se cuenta que asesinó con sus propias manos a muchos de los estudiantes que protestaban. Los franceses, que le habían sostenido durante 15 años, tuvieron que intervenir para deponerle. En las cámaras frigoríficas del palacio imperial se encontraron cadáveres descuartizados que, según parece, el tirano devoraba con asiduidad.

El de Bokassa fue el más extravagante, pero no el único de los regímenes brutales que asolaron África en nombre de la libertad y la emancipación de los pueblos. Idi Amín destruyó Uganda y a los ugandeses con una saña y unas dosis de terror desconocidas hasta en la Unión Soviética. En Guinea Ecuatorial Francisco Macías y Teodoro Obiang arrasaron el que, hasta la independencia, había sido el segundo país de África en renta per cápita. Para hacerlo no escatimaron violencia ciega y asesinatos en masa. Fue tal el horror que ugandeses o ecuatoguineanos hubiesen dado cualquier cosa por ser gobernados por otros reyes de Calibán francamente infames, como el senegalés Senghor, el gabonés Omar Bongo, el keniano Jomo Kenyatta o el guineano Sekou Touré, flamante premio Lenin de la paz, que arruinaron sus países pero sin necesitad de acumular pilas de cadáveres.

La historia de los reyes de Calibán es la de la misma África. Sin ellos el continente sólo sería negro por el color de la piel de sus habitantes, no por el sombrío destino que la historia le ha reservado. Sin los reinos de Calibán, en suma, es imposible entender porque África es África.

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