Una de las tácticas que Lenin recomendó a los mandarines del Partido Bolchevique para hacerse con el poder consistía en montar organizaciones pantalla, aparentemente no relacionadas con el Partido, que habrían de servir para llegar a nuevos graneros de votos. Así, los primeros bolcheviques se apoderaron de los más variopintos movimientos que, en principio, eran refractarios al ideario comunista, ya entonces un guiso muy pesado para los estómagos de los pequeños comerciantes, los campesinos con tierra o los artesanos. Una vez conquistado el poder, única razón de ser de la izquierda desde sus orígenes leninistas, caían las pantallas y, con ellas, la vida y hacienda de los que osasen disentir.
Aquella recomendación del genuino padre del socialismo fue llevada a la práctica por sus sucesores en todo el mundo. Allá donde los ideólogos izquierdistas han encontrado una causa tras la que esconderse se han aprovechado de ella. Es lo que, con el tiempo, han terminado denominando “luchas” –en plural–, que han ido variando y evolucionando dependiendo de la época. La izquierda actual se ha apropiado, por ejemplo, de causas justas como la defensa del medio ambiente, de la igualdad entre el hombre y la mujer o de la promoción de la paz. Parapetado detrás de ellas ejecuta su programa político, que sigue cifrándose en conquistar y mantener el poder a cualquier coste. El ecologismo, el feminismo o el pacifismo constituyen de este modo simples medios que sirven a un fin superior: el de garantizar el usufructo del poder a la camada socialista.
En la España de nuestros días, sacudida por una severa crisis económica provocada en gran parte por el Gobierno zapaterino, era esperable que el descontento –especialmente el juvenil, cuya tasa de desempleo supera el 40%– aflorase por algún lado. Y ahí, como hace cien años, ha estado ágil la izquierda de hoy utilizando las técnicas de la izquierda de ayer. Han detectado por donde podría romper esa insatisfacción, han esperado pacientemente a que fuese tomando forma y, una vez su causa ha sido reconocida, la han cooptado para ponerla al servicio de sus fines. Esa es la razón por la que el manifiesto de la Plataforma “Democracia Real Ya” apesta a socialismo rancio de principio a fin, o el motivo por el que los jóvenes “indignados” incurren en tantas contradicciones, algunas de bulto, como abjurar del Estado y sus políticos… pidiendo más Estado y más políticos, siempre que éstos sean, como no, intervencionistas hasta la náusea.
La protesta ha quedado así diluida en un indigerible engrudo botellonero a medio camino entre mayo del 68 y la facultad de Políticas de la Complutense. Los “indignados”, cuyo manifiesto es una copia bastante deficiente del programa electoral de Izquierda Unida, en vez de erigirse en una amenaza para los que mandan son una oportunidad para que éstos se valgan de su fuerza para amarrarse al poder. Un movimiento, en definitiva, perfectamente manipulable por los más convencidos, que no dudarán en dirigirlo en una u otra dirección en función de las necesidades de la izquierda.
De hecho, en cierto modo, ya está siendo así. Los que en origen se presentaron como apolíticos e hicieron de la etiqueta “no les votes” su bandera, el miércoles ya decían que su objetivo era acabar con el bipartidismo al tiempo que pedían el voto para los partidos minoritarios. A escala nacional sólo existe un partido que cumpla ese requisito y se siente en el Parlamento: Izquierda Unida, de ahí que Cayo Lara no tardase en subirse al carro de los amotinados al tiempo que el programa y las consignas de los mismos se radicalizaban unos cuantos grados. No ha sido el único. Los líderes socialistas, sabedores del batacazo electoral que les aguarda, se han apuntado entusiastas otorgando carta de legitimidad al así llamado “Movimiento 15 de mayo”, que, a estas alturas, poco tiene de apolítico y mucho, en cambio, de algarada callejera cuyos ritmos están cuidadosamente planificados por la intelligentsia de la izquierda.
No les importa tanto que lo que estén haciendo –ocupar ilegalmente una céntrica plaza de Madrid– sea poco democrático, como los réditos electorales que puedan obtener el domingo. Si PSOE e IU movilizan, aunque sea en parte, una porción de ese electorado joven que, con toda la razón, le da la espalda, habrá merecido la pena el esfuerzo. Los “indignados” pueden convert¡rse, asimismo, en un arma muy valiosa de cara a sitiar al adversario, tal y como ocurrió durante las campañas electorales de 2003 y 2004, cuando grupos de radicales de izquierda asaltaron sin el menor rubor las sedes del Partido Popular.
Todo esto lo pueden conseguir, además, con el aplauso de los medios y la mirada cómplice de la sociedad civil, que sí está genuina y lógicamente indignada. Pero, por muy mal que vayan las cosas, de nada serviría tratar de arreglarlas con una receta que incluye más de todo lo malo que nos ha llevado a esta situación. España está en crisis por exceso de políticos y una sobredosis de Estado. Lo último que necesitamos es reincidir en los viejos vicios intervencionistas e hiperreguladores que nos han conducido a esta situación. Y eso es, precisamente, lo que proponen estos los “indignados” del 15 de mayo.
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