Una de las energías alternativas con la que los ecologistas dan la lata más a menudo es la energía eólica. Consiste, esencialmente, en aprovechar la fuerza del viento para mover las palas de un molino que se encuentran engarzadas a una pequeña turbina que es la que, en última instancia, genera el precioso fluido eléctrico que hace posible, por ejemplo, que usted se encuentre delante de la pantalla leyendo este artículo. Aparentemente, todo son ventajas. Dejando de lado la arrebatadora estampa futurista de los parques eólicos, el combustible, es decir, el viento, es gratuito e inagotable. Carece de emisiones, la instalación de los molinos, aerogeneradores en el lenguaje técnico, es relativamente barata y su mantenimiento lo es aún más.
Sin embargo, y esto es lo que suelen ocultar arteramente los ecologistas, la energía eólica es muy poco eficiente. Genera muy poca electricidad y lo hace a su manera, esto es, cuando hay viento, ocupando grandes superficies que, además, han de estar elevadas y alejadas de núcleos urbanos. El espacio que precisa un parque eólico puede ser soslayado en un país como España, poco poblado y pródigo en altozanos donde no hay nada, sin embargo, la irregularidad del suministro y la escasa eficiencia por unidad de generación son un problema que invalida a este tipo de energía como alternativa y que puede llegar a poner a precio de oro el megavatio. A principios de 2004 España era el tercer país del mundo en potencia eólica instalada tras Alemania y Estados Unidos. Con todos los molinos funcionando a pleno rendimiento el parque entregaría a la red peninsular unos 6.000 MW. Cosa que, naturalmente, nunca sucede. Lo habitual es que los parques no lleguen, en promedio, ni a la mitad de esa cifra y, en algunos casos, no sumen entre todos más de 500 MW. No es demasiado atractivo, por lo tanto, invertir grandes cantidades de capital en una fuente de energía poco fiable y que depende de algo tan volátil como el viento y la fuerza con la que éste golpee las palas de los aerogeneradores.
Mirándolo así, observando de cerca la cruda realidad de un parque eólico que se pasa media vida útil parado, el megavatio no es tan barato como nos cuentan sino que puede llegar a salir por un pico considerable. Si, además, algún político desquiciado toma la energía eólica como alternativa firme por motivos medioambientales a pesar de su elevado coste, podría suceder que el suministro se interrumpiese sin previo aviso y, lo que es peor, sin manera humana de reiniciarlo hasta que no vuelva a arreciar el viento. Un panorama nada alentador pero perfectamente posible si el lavado de coco perdura unos cuantos años más.
Si una fuente de energía es tan traicionera, ¿a qué se debe entonces el furor que causa en el gran público? Algo tiene que ver la prensa, muy dada a las expansiones ecologistas, y mucho a los fortísimos incentivos públicos que tiene generar electricidad de esta manera, lo que hace el megavatio aun más caro, porque de algún lado han de salir esas subvenciones. Cuando para producir energía (que no deja de ser un bien como cualquier otro) no se aplica el cálculo económico sino los intereses de políticos bienintencionados pasa lo que no tiene que pasar, es decir, que el consumidor queda irremediablemente alienado por cosas que ni le van ni le vienen. Cualquier persona normal lo que desea es que cuando apriete el interruptor se encienda la luz y que cuando le llegue la factura a los dos meses no se quede helado delante de ella. Esas son, o deberían ser, las dos prioridades de los que regulan el mercado energético. Que los ciudadanos no se queden sin luz y que paguen poco por ella. La energía eólica no es garante ni de lo primero ni de lo segundo. Tal vez valdría como complemento si las compañías generadoras lo creen necesario, o como generador idóneo para minúsculas comunidades a las que no llega el tendido eléctrico. Para todo lo demás es un inmenso fraude, un timo que está colando con una limpieza proverbial. En Estados Unidos han empezado a abandonarla y muchos son los parques que languidecen abandonados en California como testigos mudos de lo estúpida que puede llegar a ser la vanidad humana. Algo me dice que aquí tardaremos mucho en seguir esa senda.
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