No oculto la alegría que me produjo saber que en Francia había ganado el no. Me complace imaginarme a Zapatero, Moratinos y demás fauna monclovita cociéndose en su propio veneno. El hecho es que ZP no da pie con bola en sus personalísimas apuestas internacionales. Con lo de Bush en noviembre sudó tinta china, y la elección de Joseph Ratzinger como sucesor de Juan Pablo II probablemente le indispuso varios días. Estas cosas pasan cuando un presidente confunde sus intereses y preferencias con los del país que gobierna. En cierto modo el revés estaba cantado. Casi todos los sondeos de opinión arrojaban que el no se iba a imponer gracias al celo de sus partidarios que andaban especialmente motivados con el desafío. En el otro lado, en el del sí, cundía el desencanto. Han apoyado la Constitución los borregos de siempre que hacen lo que dice el del telediario, los escépticos y los que creen aún que Europa es la improductiva piara de burócratas que pastan del presupuesto comunitario.
La rabieta de los mandarines sociatas era, además, perfectamente predecible. Que el politólogo Pepiño Blanco diga que el referéndum hay que repetirlo forma parte del clásico guión izquierdista en el que la democracia sólo vale si refrenda sus postulados. Es la misma estrategia de los nacionalistas de Québec, que han preguntado dos veces a la población si quiere separarse de Canadá y las dos se han ido con un palmo de narices. Inasequible al desaliento, el Partido Quebequés está ya pensando en una tercera convocatoria y así hasta que salga lo que ellos quieren. Y si sale, entonces será definitivo y no tendrá vuelta atrás. Valiéndonos del mismo razonamiento, bien podríamos pedir los euroescépticos que se repitiese el referéndum español porque una mayoría aplastante del electorado se abstuvo o votó en contra del engendro.
La fortuna ha querido que no tengamos que emular a Pepiño para tumbar un proyecto de Constitución intervencionista y aniquilador de ese espíritu de empresa individual que, en tiempos pasados, hizo de Europa el continente más libre y próspero del planeta. No deberíamos, sin embargo, entusiasmarnos demasiado con los resultados del domingo. Porque el no francés tiene su origen en el miedo –cuando no aversión– que muchos franceses tienen a la libertad. Tanto los que han votado desde la izquierda neocomunista como los que lo han hecho desde la derecha nacionalista comparten idéntico odio por el liberalismo y, por ende, por la única Europa posible, la liberal.
Muchos querrán ver en ese 55% de franceses que se han plantado la antesala de la Europa social y de progreso con la que los pelmas de siempre enredan a diario. El no francés, más que reafirmar nuestra tesis la invalida. Casi todos los que votaron no desean, efectivamente, una constitución, pero mucho peor que la de Giscard. Cabe esperar que en breve se lancen a la carga con un protervo ladrillo más soviético y liberticida que el que acaba de pasar a mejor vida. Todo lo más que hemos ganado es algo de tiempo para largarnos o, si todavía es posible, para frenar la marea alta socialista que ya tenemos encima. No soy muy optimista, pero que no se diga que no lo hemos intentado.
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