Se veía venir, es más, no sé aún como no ha sucedido antes. La campaña de acoso, laminación y derribo que la izquierda española emprendió hace un par de años contra un simple historiador tenía que terminar de esta manera. Porque Pío Moa no es un líder político, ni el portavoz de una asociación, ni siquiera es director de un periódico. Pío es un profesional de la historia, repito, un profesional de la historia –insisto para que me oiga bien toda esa patulea de historiadores universitarios de los que partió la campaña injuriosa– cuyo único pecado ha sido someter a revisión ciertos aspectos sobre la República y la Guerra Civil. Nada más, y nada menos, porque falta hacía que alguien le echase narices y plantase cara a la falsificación histórica a la hemos asistido sin inmutarnos a lo largo de las tres últimas décadas.
Si mal no recuerdo, Pío hizo su debut en las páginas de este diario gracias a lo claras que parecía tener las cosas y a la valentía de nuestro editor que, como usted bien sabe, es un gran aficionado a la historia de España. Sus tres primeros libros pasaron a hurtadillas por las librerías. Nadie conocía al autor y las tesis que exponía eran, cuando menos, revolucionarias. A mi me lo recomendó un buen amigo de la facultad y, superado el impacto de leer el prólogo, quedé fascinado por la tonelada y media de honestidad intelectual que Pío había volcado en aquellas páginas. Para los que, como yo, habíamos estudiado Historia en la Universidad de los 90, ya irremediablemente infectada de pensamiento único, la célebre trilogía de Pío nos dio la oportunidad de retractarnos antes de que fuese tarde, es decir, antes de haber escrito una sola línea cantando las bondades de una República que creíamos inmaculada.
Hasta hace cosa de dos años el nombre y la todavía escasa obra de Pío Moa eran desconocidos para el gran público. Entonces sucedió lo que nadie esperaba. Un libro sobre los mitos de la guerra empezó a venderse como rosquillas. Hasta ahí podíamos llegar. Carlos Dávila se lo llevó a su programa en TVE y al día siguiente Javier Tusell armó la marimorena desde su tribuna de El País. Ese entrometido no tenía derecho a meterse en su finca privada. Había comenzado la caza del hombre, una persecución que no ha cesado hasta que unos descerebrados se le lanzaron ayer al cuello entre vivas a la República, sí, a esa misma República con la que andaba yo tan engañado hace no tantos años.
Cuando hace unas semanas un grupo de botarates de extrema derecha trató de agredir a Carrillo y a Santos Juliá, el que le hace los editoriales a Polanco bramó desde la tercera acusando de la algarada a “predicadores airados que incitan desde las ondas a la revancha”. ¿Y ahora?, ¿ahora qué? Lo más probable es que ahora no pase nada, que nadie, a excepción de LD, la COPE y poco más, repare en este vergonzoso incidente y se corra el tupidísimo velo con el que la izquierda suele tapar sus vergüenzas. Y si la cosa no amaina, la culpa será siempre de esos estudiantes que se llevaron a un provocador a la Universidad sin pedir permiso al rector. Como con Franco pero sin Franco, lamentable.
En octubre del 36, un año al que Pío ha dedicado buena parte de su vida, Millán Astray increpó con furia en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca a Miguel de Unamuno berreando un nauseabundo “¡Muera la inteligencia!”. El sabio bilbaíno se lo tomó con calma y sin que le temblase el pulso señaló al tullido legionario como profanador del templo de la inteligencia. Un recinto sagrado que era, que debería ser, la Universidad. Aquel legionario tuerto, manco, herido y mutilado ya tiene herederos. Ayer la tomaron con un honrado intelectual por una sencilla razón: no están de acuerdo con lo que dice. Lo peor es que sospecho que ni se han tomado el trabajo de leer lo que ha escrito. No podía ser de otra manera
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