Muchos aquí, en las Batuecas, no se explican cómo es posible que lo de la Constitución Europea esté armando tanto jaleo en Francia. Las encuestas dicen que el no aventaja al sí por cuatro o cinco puntos y que, si no se hace algo, el mes próximo el tratado constitucional pasará a mejor vida. Porque, creo que para nadie es un misterio que si los gabachos dicen que no, el mamotreto se irá por dónde ha entrado y los vividores de Bruselas tendrán que inventarse una nueva coartada para seguir a lo suyo, es decir, a no hacer nada gracias a lo nuestro.
El hecho es que no nos enteramos de lo que pasa en Francia y de lo harta que está la gente al otro lado del Pirineo porque Francia es, en el imaginario progre, un monte Olimpo donde habitan los políticos bienintencionados, un vergel de huelgas de clase, un nirvana funcionarial y concienciado, un edén donde las mieles de la cultura se derraman generosas sobre una sociedad que nada en la abundancia... en suma, un paraíso en la tierra donde se ha llevado a la práctica casi todo el catecismo cultureta cuya sacerdotisa por estos pagos es Leire Pajín. El progre, que se pasa el día felicitándose a sí mismo por sus dichosas ocurrencias, no suele ver más allá de sus narices y, cuando algo de lo que predica no funciona, simplemente lo ignora y se pone tremendo por lo imperativo de un diálogo norte-sur o alguna chorrada por el estilo. Esa es la razón por la que desde las pizpiretas locutoras de Polanco hasta los editorialistas de El País no atinan con la causa del descontento francés.
Francia es desde hace años un desastre absoluto en casi todo. Siguen haciendo buen queso y poco más. La economía está esclerotizada. En el reino del monopolio las tasas de paro son siempre crecientes, las de productividad siempre decrecientes y hay mucha gente haciendo las maletas para cruzar el charco y buscar oportunidades junto a la estatua de la libertad. La política es el coto privado de una casta de profesionales del ramo cuyo monocultivo es la demagogia, y así desde la pubertad hasta la tumba. La educación es un trasunto de la soviética. Al francés medio no se le educa, se le adoctrina desde que escribe la primera cedilla hasta que se licencia como abogado, del Estado, claro. Y que decir de la cultura, de la culture que antaño atrajo hasta París a lo más granado del continente. Languidece víctima de la tontería esa de la excepción cultural y de un chovinismo que ruboriza a cualquier artista menos a los subvencionados, que son artistas sí, pero del sable.
El resultado es que el hartazgo aflora por doquier. No hay más que consultar el calendario de movilizaciones de cualquier sindicato para percatarse de ello. Como casi siempre, suele ser la izquierda la que, después de originar el problema, se ofrece como cirujana experta para salvar in extremis al enfermo. Gran parte de los “noes” que llenarán las urnas en mayo provienen de ahí. El no francés es una hedionda hechura de comunistas, socialistas, niñatos antiglobalización y nacionalistas de extrema derecha a los que la Constitución les parece demasiado liberal, esto es, poco soviética. Parece mentira pero es así. De un país donde Jacques Chirac, el líder de la derecha, bien podría cambiando el vestuario encabezar las listas de Izquierda Unida, se puede esperar cualquier cosa, hasta que al final la Constitución sea aprobada por la mínima. Me encomiendo, no obstante, al santo patrón de los euroescépticos para que los franceses digan nones y cierren el guateque indecente que los eurócratas han montado en torno a la Constitución. Si nosotros, como dijo ZP, fuimos los primeros en Europa, ellos serían los últimos y asunto zanjado. No sería la primera vez que, parafraseando a Hayek, la libertad se ve asistida por sus más incondicionales enemigos.
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