La Revolución francesa es uno de los referentes inmortales para los progresistas de los dos últimos siglos. La romántica y arrebatadora imagen de la toma de la Bastilla o de las masas tomando las Tullerías se ha hecho dueña de conciencias y ha movido voluntades. No hay político de izquierdas que no se haya sentido heredero directos de aquellos gallardos revolucionarios franceses que hace más de doscientos años, a golpe de guillotina, acabaron con el Antiguo Régimen.
Lo cierto es que la Revolución francesa tiene mucho de admirable, especialmente en su primera etapa. Esta fase moderada siguió en lo esencial un esquema revolucionario clásico y sus logros bien podrían estar a la altura de lo que los pioneros norteamericanos habían conseguido en las colonias británicas sublevadas. Sin embargo, pronto se pervirtió. En 1790, un año después de estallar la revuelta parisina, la situación se había estabilizado. Monarquía y Revolución habían llegado a una acuerdo por el cual la primera aceptaba las imposiciones de la segunda y ésta se legitimaba a través de la corona, que servía como engarce con el pasado.
La fuga del monarca a Varennes fue la coartada perfecta para que los agitadores jacobinos hiciesen su agosto a costa del descontento popular. La cosecha de 1791 había sido escasa y el alza de precios que le siguió creó el caldo de cultivo adecuado para que las manifestaciones callejeras y los desmanes se propagasen como la pólvora. La Revolución, que venía incubando el virus jacobino desde los primeros días, dio el giro de tuerca definitivo y sus destinos quedaron en manos de una minoría. Siguiendo un diseño que, en revoluciones posteriores se demostraría tremendamente efectivo, los jacobinos se hicieron con todo el poder con la excusa de liquidar al "enemigo interior". El partido jacobino era el modelo de minoría autolegitimada y radical que utiliza el sistema para dinamitarlo desde dentro. Marat y Robespierre, sus más conspicuos líderes, una vez se sintieron fuertes acusaron a todos sus rivales políticos de ser contrarrevolucionarios y procedieron a su eliminación inmediata. Las purgas se sucedieron. En septiembre de 1792 mil doscientos prisioneros fueron ejecutados sin juicio. Era sólo el principio. Marat proclamaba desde las tribunas que la Revolución necesitaba 100.000 sacrificios en su altar para librarse del fantasma de la contrarrevolución. Meses después París se había convertido en un inmenso tribunal jacobino por el que desfilaron miles de inocentes ante una multitud enfervorecida. La revolución devorándose a sí misma. Robespierre instituyó un abstruso Comité de Seguridad que se hizo tristemente famoso por sus atropellos y por un celo homicida no conocido hasta la fecha.
El asalto sobre la economía nacional no se hizo esperar. Conforme fue avanzando el proceso, los revolucionarios trataron de parchear sus desmanes con cada vez mayores interferencias en la economía. Un poder absoluto precisaba de un control también absoluto sobre las finanzas públicas. Recurrieron a prácticas como la emisión masiva de papel moneda que desató una inflación feroz y empobreció sin remedio a casi todos los franceses. Se expropiaron los bienes eclesiásticos en un postrer intento de dotar de capital a un Estado que lo devoraba todo. De nada sirvió. Conforme los abastos de las ciudades comenzaron a escasear los revolucionarios impusieron controles de precios que, en lugar de garantizar el abastecimiento, trajeron aún más escasez y dio lugar a que las transacciones más comunes se sumergiesen en el mercado negro. En 1794 la economía francesa estaba devastada y la población al borde del motín de subsistencia.
Las alarmas se encendieron en toda Europa. La primera revolución liberal del continente había acabado ahogada en sangre, concluyeron muchos. Los partidarios del Antiguo Régimen y el absolutismo miraron con resquemor y desdén hacía Francia augurando el fin de la experiencia revolucionaria. Sin embargo, nada de esto había sucedido en Norteamérica, muy al contrario. Los colonos nunca habían puesto en entredicho la propiedad. El espíritu de la Revolución Americana, era, esencialmente, descentralizador y profundamente desconfiado del Estado. En Francia, algunos revolucionarios, los de la primera hora, lo compartieron, de hecho, al principio muchos veían en la caída del Antiguo Régimen el fin de la vieja burocracia y el ocaso no sólo de los privilegios estamentales, sino también de los abusos de la monarquía. En los recién nacidos Estados Unidos no se desafió ni al derecho natural ni, naturalmente, a la tradición. Paul Johnson asegura que la principal diferencia entre las revoluciones francesa y americana es el carácter religioso de la primera y el sesgo anticristiano de la segunda. En las colonias emancipadas el individuo se convirtió en el centro del quehacer político mientras que en Francia el nuevo Estado se arrogó la exclusiva de la moral y hasta de la vida íntima de sus sufridos súbditos.
Mientras que la primera enmienda de la Constitución norteamericana, ratificada en 1791, garantizaba la libertad de culto y negaba la posibilidad de que la Unión se dotase de una confesión oficial, en el reino del terror de Robespierre y sus sans culottes el Estado invadió todas las esferas de la vida privada. Se impuso el uso del "tu" y se procuró erradicar el lenguaje formal por considerarlo las autoridades contrarrevolucionario. Los dialectos regionales fueron perseguidos y se promovió el uso exclusivo del francés como lengua de la revolución. El culto católico llegó incluso a ser abolido y reemplazado por una nueva deidad, la diosa razón, a la que se le llegó a dedicar la catedral de Notre Dame en una ceremonia grotesca, digna de un carnaval, en la que la divinidad era representada por una prostituta. Los desvaríos de los revolucionarios llegaron a todos los rincones, incluido el de la medición del tiempo. Robespierre inauguró una cronología revolucionaria destinada a regular la vida de todos los franceses. Los meses fueron rebautizados y la semana dejó de tener siete días. Todas las festividades tradicionales fueron eliminadas en el nuevo calendario. A cambio, los miembros de la Convención, establecieron cinco fiestas ideológicas. Y todo por evitar una supuesta contraofensiva revolucionaria y construir una sociedad que presumían perfecta.
Los asesinatos políticos, la ruina económica y los extravíos en materia moral y social de los jacobinos condujeron a su irremediable final. La revolución volvió a transformarse en Saturno y tanto Robespierre como Marat fueron devorados por el monstruo que ellos mismos habían creado. En Norteamérica, sin embargo, los paladines de la rebelión contra los ingleses pasaron a formar parte del panteón político de la patria y hoy son justamente reconocidos como los Founding Fathers o Padres Fundadores. George Washington, símbolo vivo de la liberación, una vez conseguida la victoria, se retiró a su casa hasta que fue reclamado por el Congreso para presentarse a las primeras elecciones.
A poco que se aplique una mirada juiciosa sobre el proceso revolucionario francés sus carencias y excesos saltan a la vista. La Revolución Francesa no fue la primera revolución liberal y, en todo caso, le cabe el dudoso orgullo de ser la primera vez en la que una minoría se hizo dueña absoluta del destino de millones de personas defendiendo un ideal radicalmente distinto del que aplicaba en la práctica. No es extraño que pensadores como Albert Mathiez considerase a la francesa la precursora de la revolución bolchevique en 1917, o que los socialistas del siglo XX viesen en ella el debut histórico de su pretendida lucha de clases.
El resultado final de la Revolución francesa fue que, tras años de caos y luchas por el poder, un militar, Napoleón Bonaparte, se hiciese con el control del país y lo transformase en un imperio de talante tanto o más absoluto que la monarquía borbónica. Habría de pasar casi una centuria para que en Francia se consolidase el sistema republicano de corte liberal, inspirado en la democracia representativa, el respeto a la ley, la libre empresa y el gobierno limitado. Para entonces, para finales del siglo XIX, los Estados Unidos habían emprendido ya el camino que los llevaría a situarse como potencia hegemónica tras la primera guerra mundial. Hacia 1870, cuando París se despertaba de la traumática experiencia liberticida de la Comuna, Estados Unidos se extendía imparable hacia el oeste basándose en las misma ideas que profesaban sus fundadores, es decir, libertad, imperio de la ley y soberanía del individuo. La revolución francesa o, mejor dicho, las experiencias revolucionarias inspiradas en la Convención republicana, han cambiado el mundo ciertamente, pero para peor. La revolución americana y sus epígonos han contribuido, en cambio, a hacer de los países donde se han aplicado sus recetas, lugares más pacíficos, más prósperos y, sobre todo, más libres.
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