Latinoamérica es violenta. Cualquiera que la conozca de primera mano lo sabe de sobra. En ninguna ciudad de esta región se puede caminar del todo tranquilo por la calle. Salir de noche en lugares como Bogotá, Sao Paulo o Caracas cualifica, sin exagerar demasiado, como deporte de riesgo. Las causas de la violencia en Latinoamérica son múltiples, la pobreza es solo una de ellas y ni siquiera se trata de la principal. Si el subcontinente en su práctica totalidad –Chile y Uruguay son las únicas excepciones que se me ocurren– es inseguro, Centroamérica es lo más parecido a un infierno callejero. Las extorsiones, por ejemplo, ese crimen tan infame que dio la pista a Jorge para seguir indagando, son la tónica habitual en las ciudades salvadoreñas, guatemaltecas y hondureñas.
A estos tres países los expertos lo denominan “Triángulo Norte”, básicamente porque se encuentran al norte del istmo y sus capitales forman un triángulo isósceles casi perfecto. Apenas hay empresa pequeña o mediana en este triángulo que no sufra el flagelo de tener que retratarse periódicamente ante los extorsionadores, generalmente pandilleros armados que no escatiman violencia ni crueldad cuando no reciben la coima. En Guatemala es común, diría que casi diario, escuchar por la radio como los pandilleros de aquí o allá han asesinado a uno o varios chóferes de autobús, o como los vendedores de bocadillos de tal o cual calle echan el cierre a sus puestos porque han sido amenazados de muerte por la mara (pandilla) local. Puede parecer chocante, y de hecho lo es, pero la mortalidad es mayor entre los conductores de bus de Guatemala que entre los marines americanos de la guerra de Irak. En 2014 asesinaron a más de 400 y este año las cifras rondarán similar número. El fenómeno criminal ha penetrado de tal modo en la vida de los guatemaltecos que hoy, después de dos décadas largas de inseguridad constante, asumen como corriente lo que en cualquier otro lugar del mundo constituiría una anomalía, una auténtica emergencia social. La extorsión es tan omnipresente, tan cotidiana y normal, que solo la evita quien puede permitirse escoltas personales y vigilantes armados en la puerta de su negocio. Se extorsiona en persona y por teléfono, desde la acera y desde la cárcel, con muerto de anticipo o sin él, de noche y de día. Siempre impunemente.
Como defensa de última instancia los ciudadanos viven blindados dentro de su propias casas y de centros comerciales custodiados por más guardias que el Palacio de la Moncloa
Contratar a un sicario en la capital de Guatemala sale por menos de cien euros, ese es el coste de una vida. Como defensa de última instancia los ciudadanos viven blindados dentro de su propias casas y de centros comerciales custodiados por más guardias que el Palacio de la Moncloa. Ciudad de Guatemala es una sucesión de garitas de vigilancia, muros de cuatro metros de alto rematados por alambres de púas electrificados, cámaras de seguridad y guardias jurados escopeta en mano patrullando alerta por los aparcamientos al aire libre. Nadie en su sano juicio camina por la calle más allá de las seis de la tarde, hora en la que anochece en los trópicos. De noche la ciudad presenta un aspecto fantasmal. Por el centro apenas se ven unos pocos automóviles circulando con prisa, sin detenerse más que en los semáforos con precaución y dejando espacio delante y detrás por si hay que hacer una maniobra de evasión ante el asalto de unos delincuentes en motocicleta.
Nadie aparca el coche en la calle. Guatemala, Tegucigalpa o San Salvador son, paradójicamente, ciudades con grandes problemas de tráfico, pero auténticos paraísos para aparcar. La razón es simple. Un coche en la calle sin vigilancia no dura demasiado y al salir de él o abordarlo puede detenerse una moto y, además del coche, el dueño puede perder todo lo que lleva encima, quizás la propia vida si exhibe la más mínima resistencia al atraco. Un detalle, todos los coches llevan las lunas tintadas y las ventanas se mantienen bien cerradas para que los agresores se lo piensen antes de apuntar.
La policía importa, pero no existe una relación causa efecto mecánica entre una cosa y la otraPara pasmo de los españoles que nos dejamos caer por estas latitudes, un lugar así existe y no solo eso, descubrimos que, además, está superpoblado y sus habitantes terminan de un modo u otro disfrutando de una vida que, en muchos casos, es breve, miserable y brutal. La primera pregunta que todos nos hacemos es qué demonios hace la policía, antes de eso nos cuestionamos si hay policía en el país o simplemente los criminales campan a sus anchas porque nadie los detiene. Policía hay, la Policía Nacional de Guatemala cuenta con 35.000 efectivos, a los que hay que sumar otros tantos miles de policías municipales y la numerosa seguridad privada. A modo de comparación, la Policía Nacional en España no llega a los 70.000 agentes con el triple de población. No es, por lo tanto, un problema de número de policías. Ahí va un dato. El país con las cifras de criminalidad más bajas de Centroamérica es Nicaragua, que es el que menos policías tiene de todos. La policía importa, pero no existe una relación causa efecto mecánica entre una cosa y la otra.
Tampoco es, como ya apunté más arriba, la pobreza. Guatemala era muy pobre hace medio siglo y, en cambio, se trataba de uno de los lugares más pacíficos y seguros del mundo. Ídem con Honduras o El Salvador. España, por seguir con la comparación, era un país mísero durante la posguerra pero, a la vez, era seguro y tranquilo, mucho más de lo que lo que empezó a serlo cuando se incorporó al primer mundo en los años sesenta. Ser pobre no es sinónimo de ser un criminal. Esa es una idea preconcebida que, más que ayudar, obstaculiza el entendimiento del problema.
Quizá haya que mirar hacia un sistema judicial ineficiente, venal, hiperburocratizado y corrupto que alimenta la impunidad, o a una monstruosa desestructuración familiar
Las causas principales de la inseguridad en este rincón del mundo son otras. Quizá haya que mirar hacia un sistema judicial ineficiente, venal, hiperburocratizado y corrupto que alimenta la impunidad, o a una monstruosa desestructuración familiar que arroja cada año a la calle a miles de niños sin padre y muchas veces sin madre, niños que se crían en barriadas conflictivas en las que sus únicos maestros son los pandilleros, hijos a su vez de idéntico drama familiar y personal. Los fallos múltiples del sistema judicial podemos cargárselos al Estado, que existir existe y funcionar funciona, especialmente para recaudar impuestos. La crisis familiar, definitivamente, no es cosa del Estado. Si volvemos los ojos hacia nuestro propio país comprobaremos que, a pesar de todas las cosas que no terminan de funcionar en él, la familia sigue siendo un sólido colchón que amortigua un sinnúmero de penalidades. En España, en suma, los padres se hacen cargo de sus hijos. La Justicia, por su parte, es lenta sí, cara tal vez, pero limpia y eficaz. Aquí quien la hace la paga, quizá no hoy pero si mañana o pasado mañana.
Ahí le dejo a Jorge unas cuantas pistas más para que, si así lo desea, continúe con su investigación. Le auguro grandes y no necesariamente agradables hallazgos.
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