
El circo mediático de este año en Estados Unidos ha incorporado un nuevo e inesperado intérprete. Cabría esperar que, en un país sometido como ningún otro a la servidumbre de la corrección política, ese nuevo actor fuese la enésima reedición de la neumática Kim Kardashian, pero no, se trata de Donald Trump, un político o, mejor dicho, alguien que aspira a serlo. Desde el primer día que se postuló como candidato a las primarias republicanas el millonario neoyorquino supo que o entraba como elefante en una cacharrería o su candidatura iba a pasar desapercibida. Y nunca mejor traída la comparación porque el símbolo del Partido Republicano es precisamente ese, un elefante. A fin de cuentas no es la primera vez que un multimillonario trata de hacer fortuna política en las elecciones federales. En los primeros noventa un tal Ross Perot, un empresario tejano enriquecido gracias a la entonces naciente industria de la electrónica, consiguió resultados históricos. Eso sí, situándose al margen del sistema bipartidista. Perot, tejano como digo y más bien de derechas, fracturó el voto republicano en el 92 y el 96 regalando dos mandatos triunfales al demócrata Bill Clinton.



