A Rajoy hace tiempo que se le acabó la gasolina. El coche le ha dejado tirado en una comarcal de los Monegros, pero el hombre, que es de natural lento, todavía no se ha enterado. Golpea con impotencia el volante, voltea la llave mecánicamente, sin prisas ni pasiones, para encender un motor gripado de tanta engañifa y tanta traición. La gasolina son los votos que quizá no vuelvan, el coche es el partido y, los Monegros el desierto que les va a tocar atravesar a partir del año próximo. Cabría la posibilidad –cada día más remota– de que se obrase el milagro, pero no será está vez ni esta dimensión. A fuerza de proponérselo al final ha sucedido lo que tenía que suceder. Los votantes, la fiel infantería que siempre estaba ahí para lo que mandase el aparato, les dan la espalda. A fin de cuentas ya tienen recambio, Rivera es más joven, más guapo y sonríe, extremo este que no se recuerda en Rajoy, un hombre a una cara de cartón pegado, carcomido por el rencor, obsesionado por la venganza, incapaz de sentir la más mínima empatía. Normal que no despierte entusiasmo ni entre los que viven, y muy bien, de que él esté en la poltrona.
Disentir es de mal gusto, llevar la contraria algo impensable, levantar la voz un pecado mortal. Es por eso que los dos sucesores de Fraga han sido nombrados al digital modo
La derecha española nunca se reconoció como tal formalmente pero siempre mantuvo una admirable disciplina de voto. Sus adversarios lo sabían y lo temían. Zapatero, por ejemplo, no consiguió nunca hilvanar una mayoría absoluta a pesar de que llegó a superar los once millones de votos en 2008. Enfrente tenía un bloque compacto, sin fisuras, que convertían en algo irrealizable las hazañas electorales de Felipe González en los años ochenta. Esta fue la obra magna de Aznar, de la que su partido lleva viviendo desde hace un cuarto de siglo. El PP es una fortaleza de puertas adentro, pero también de puestas afuera. Disentir es de mal gusto, llevar la contraria algo impensable, levantar la voz un pecado mortal. Es por eso que los dos sucesores de Fraga han sido nombrados al digital modo. Es por eso que desde siempre Génova se reserva el derecho de colocar a quien crea conveniente en regiones y municipios. El miedo a parecerse a la UCD es tal que han terminado pareciéndose al Movimiento Nacional que fundó Franco mediante un decreto de unificación entre falangistas y requetés que no gustó nada a los interesados, pero del que nadie se quejó porque todos querían seguir en la pomada.
En este plan no hay renovación, no puede haberla, es simplemente imposible no ya que cambien las caras, sino que lo haga el espíritu mismo que insufla vida al partido. Por debajo el descontento es general, todos desuellan en privado al presidente y a su séquito de aduladores, antipáticos y estirados como solo ellos saben serlo, todos se hacen cruces por el modo en que los rajoyes están conduciendo la delicada situación actual. Pero nadie dirá ni mu, al menos hasta que el jefe esté bajo tierra tras el previsible talegazo que se va a dar en las generales. Entonces, el que se mantenga a flote tras el naufragio se lo llevará puesto. A eso mismo juega Esperanza Aguirre. Si consigue amarrar la alcaldía de Madrid ésta le servirá de trampolín para saltar sobre la secretaría general del partido. A Aguirre se le ve la jugada a la legua, está perdiendo facultades, no se si porque ya está mayor o porque llevan demasiados años haciéndole la pelota. Podría haberlo intentado hace ocho años en el congreso de Valencia, pero se achantó porque en el PP los congresos o son búlgaros o no son. Y a la búlgara querrá que la nombren presidenta, secretaria y candidata. Sin soltar la alcaldía, lógicamente, que Madrid da para alimentar muchas bocas y llenar unos cuantos bolsillos. La política es muy perra. Una vez se comienza a vivir de ella ya no se puede vivir de otra cosa.
En el PP se preguntan: ¿para qué cambiar algo que funciona?, pero no se responden: pues precisamente porque ha dejado de funcionar
Rajoy no quiere ver a Esperanza Aguirre ni en pintura. No se han entendido nunca y no van a empezar a entenderse ahora que están sesentones y resabiados. Buena úlcera le habrá costado tenerla que poner de cabeza de lista en Madrid. Pero, no lo olvide, en el PP las cosas funcionan así. Es un partido-cuartel al que no le falta ni su chusquero, ni su chulo, ni su recluta doñeador que se duerme durante las imaginarias. Se preguntan: ¿para qué cambiar algo que funciona?, pero no se responden: pues precisamente porque ha dejado de funcionar. El barbas tiene otros planes que pasan por él mismo o, en su defecto, por esa calamidad llamada Soraya Sáenz de Santamaría. Soraya, limitada pero obediente, sazonada en su punto exacto de complejo, malencarada perpetua, es el ideal rajoyano, el arquetipo de ministro, de diputado, de militante y hasta de votante. De haber tenido más como ella hoy no tendría al partido como lo tiene. Ahora bien, no estoy seguro de que Soraya fuese capaz de ganar la elección a presidenta de una comunidad de vecinos, ni siquiera una fácil, de adosados con barbacoa y piscina comunitaria en Valdemoro. Por fortuna, nunca hubo once mil Sorayas, el PP nunca sabrá de lo que se ha librado.
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