El 4 de noviembre de 1979 llegaba al 10 de Downing Street la primera mujer en la historia del Reino Unido en ocupar el cargo de primer ministro. Se llamaba Margaret Thatcher y era hija de un tendero de Lincolnshire. Sus primeras palabras, pronunciadas en la puerta de la histórica residencia, se las tomó prestadas a San Francisco de Asís: “Allá donde haya discordia, traeremos armonía. Allá donde haya error, traeremos verdad. Allá donde haya desesperación, traeremos esperanza”. Y no era palabrería hueca. Thatcher, que entonces tenía 54 años, estaba dispuesta a hacer historia imprimiendo un cambio de rumbo en la entonces extraviada y decadente deriva de la Gran Bretaña.
A diferencia de sus compañeros de partido, la inmarcesible Thatcher, célebre ya por su mirada metálica y su intransigencia en cuestiones de principios, traía los deberes hechos desde el escaño que ocupaba en los Comunes desde 1959. Tenía ideas propias y, lo que es peor, pensaba llevarlas a la práctica. Años antes había entablado amistad con Friedrich von Hayek, pensador austriaco galardonado con el Nobel de Economía en 1976. La relación fue intelectualmente muy fructífera.
La filosofía de Hayek, condensada en la vieja idea del laissez faire, pasó a ser la de Thatcher. El Reino Unido no se tenía que parecer a la URSS, sino a la prodigiosa Inglaterra del siglo XIX, dueña de los siete mares, un pequeño y aislado país de comerciantes que había conseguido derrotar a Napoleón para, a continuación, arrancar la revolución industrial y dar a luz al mundo moderno.
Sobre un pensamiento tan sencillo Thatcher obró el milagro de resucitar a la moribunda economía británica. Y con ella el orgullo nacional. Luego llegó la guerra de las Malvinas. Los militares que gobernaban en Argentina ocuparon el archipiélago suponiendo que la lejana Inglaterra buscaría un apaño diplomático para evitar la guerra. No contaron con Thatcher. Envió hasta el Atlántico sur lo mejor de la flota y expulsó a los invasores en una operación rápida.
En 1983 volvió a ganar por una amplia mayoría de 15 puntos. Al año siguiente el IRA intentó acabar con su vida mediante una bomba que los terroristas colocaron en el congreso del Partido Conservador. Pero Thatcher era, efectivamente, de hierro y las asechanzas de sus enemigos lo único que conseguían era agigantar el inquebrantable personaje político que se había construido. Los ochenta fueron suyos. Anticomunista furibunda, selló un pacto de sangre con los norteamericanos, que entonces se encontraban bajo la batuta de Ronald Reagan.
Lo que la política había hecho lo deshizo la politiquería de su propio partido, que la apuñaló sin piedad tras una intriga palaciega digna de una novela. En noviembre de 1990 se fue por donde había venido. Ella se iba, pero el thatcherismo no había hecho más que empezar. Nadie en veinte años se ha atrevido a tocar sus ingredientes esenciales: libertad económica, valores cristianos y alineamiento con Estados Unidos. Una receta que el tiempo ha terminando refrendando con el éxito.
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