El siglo XX fue probablemente el más corto del milenio. Empezó con la 1ª Guerra Mundial, en 1914, y terminó con el colapso de la Unión Soviética; es decir, 77 años mal contados que, sin embargo, dieron para mucho. Fue un siglo borracho de estatismo, patrioteo, desfiles, brazos y puños en alto, el apogeo de la política. En dos palabras: guerras y dictaduras. De ahí que una de las excentricidades más brillante de la centuria fue la creación de países artificiales por parte de pirados que, o bien aspiraban a apuntarse al festín, o trataban de escapar de la marea nacionalista que inundó todo el mundo.
Unos, como el principado de Sealand, nacieron sobre una plataforma marina que un ocurrente británico decidió independizar del Reino Unido en 1967, la misma época en la que, tierra adentro, los Beatles hacían furor. Una cosa iba con la otra. El inventor de Sealand, un veterano de la Armada llamado Roy Bates, segregó una defensa antiaérea del mar del Norte y fundó un principado sobre una plancha de metal de unos 500 metros cuadrados que albergaba caseta y solarium.
Otros, como el millonario norteamericano Michael Oliver, en lugar de aprovechar algo que ya existía, construyeron su país levantándolo desde el fondo del océano. Oliver era un lituano que había emigrado a los Estados Unidos, donde hizo fortuna en Las Vegas construyendo hoteles y casinos. Como su cuasi compatriota Ayn Rand, la escritora rusa que elevó el individualismo a categoría propia, Oliver se hizo libertario radical. Era de la opinión que la América de los años 60 era una caricatura de la de Jefferson y que el Gobierno había devenido inmenso. Estaba persuadido, además, de que había que volver a emigrar, pero, viviendo en el país más libre de la Tierra, ¿dónde podría ir?
Lejos de arredrarse, Oliver, gran viajero y conocedor del mundo, trazó un meticuloso plan para crear de la nada un país que, ese sí, iba a ser un templo sagrado para la libertad individual. Buscó en el Océano Pacífico hasta que encontró un atolón perdido entre los archipiélagos de Tonga y Fiyi, que por aquel entonces no eran Estados soberanos sino simples protectorados británicos en mitad de ningún sitio. Pero, había un problema, el atolón, un pequeño arrecife coralino de forma circular, era inhabitable por carecer de tierra firme.
Había sido descubierto de pura casualidad en 1829 por unos balleneros australianos que encallaron uno de sus barcos, de nombre Minerva, entre los corales. Durante décadas los Minerva Reefs fueron un lugar maldito para los marineros. Si se navegaba de noche, el traicionero arrecife desgraciaba las embarcaciones condenando a una muerte segura a todos sus tripulantes. Durante la guerra del Pacífico los norteamericanos lo vigilaron para evitar que los japoneses estableciesen en él, pero sin mucha convicción. El archipiélago de Tonga es muy meridional y las operaciones bélicas lo cogieron de perfil. Tras la guerra volvió al olvido y sus corales siguieron atrapando incautos barcos que se dejaban caer por aquellas aguas.
Minerva_Reefs.jpg Y en esto llegó Oliver y su Ocean Life Research Foundation, una fundación que había creado para dar cobertura plena a su proyecto. Aprovechando el vacío legal sobre el atolón de Minerva –ni Tonga, ni Fiji, ni el Reino Unido lo reclamaban como propio–, viajó hasta Australia para comprar arena y una barcaza para transportarla. Con ella se dirigió hasta las coordenadas exactas de su nueva patria: 179º oeste, 23º 40’ sur. Una vez allí, ordenó cubrir el arrecife con miles de toneladas de arena. Hecho esto levantó una torre sobre la que arrió la bandera de una novísima república: la de Minerva. La bandera consistía en una antorcha amarilla –como la que lleva la estatua de la Libertad– sobre fondo azul marino.
La declaración de independencia se produjo el día 19 de febrero de 1972. Acto seguido se lo hizo saber a la comunidad internacional mediante cartas consulares que envió a los países cercanos, entre ellos a Tonga y a Fiyi, que, como Minerva, acababan de nacer como Estados independiente. Un mes después, los primeros habitantes de la isla eligieron al presidente provisional, un libertario norteamericano llamado Morris C. Davis. Los principios fundacionales de la nueva república eran pocos pero sencillos de entender: “Sin impuestos, sin estado del bienestar, sin subsidios y sin intervención alguna del Estado sobre la economía”. Vamos, el paraíso en la Tierra.
Para que a Minerva no le faltase de nada y sus habitantes no se viesen obligados a tener que pagar con moneda fiduciaria sin respaldo, Oliver encargó la acuñación de moneda propia: el dólar de Minerva, que mantendría un estricto patrón bimetálico de oro y plata puras. La única moneda que terminó emitiéndose fue la de 35 dólares con la diosa griega en el anverso labrada en oro de 24 quilates, y la antorcha en el reverso en plata de ley 999. Oliver sabía de lo que hablaba. Esa moneda, que ya valía entonces por su contenido en metales preciosos, sigue valiendo hoy, muchísimo más que hace 38 años. Nada que ver con el dólar de la era Nixon, maleado hasta la náusea por los sucesivos gobernadores de la Reserva Federal para financiar los siempre crecientes gastos de la Casa Blanca.
Aunque los minervianos –unos cinco en su máximo demográfico– eran inofensivos y lo único que pretendían era emular al héroe libertario John Galt en un rincón del Pacífico, las potencias regionales se empezaron a poner nerviosas. Un mes después de la independencia se celebró una conferencia internacional para tratar el tema a la que acudieron Australia, Nueva Zelanda, Tonga, Fiyi, Nauru, Samoa Occidental y las Islas Cook. El sino de la joven Minerva quedó marcado. En junio el rey de Tonga, un tal Taufa-ahau Tupolu IV reclamó el arrecife arguyendo que los pescadores tonganos faenaban en esas aguas desde tiempo inmemorial.
En septiembre el ejército de Tonga invadió la isla expulsando a todos sus bienintencionados habitantes que, como no tenían ministerio de Defensa, no pudieron repeler la agresión. Para colmo discutieron entre ellos formando dos facciones, los legitimistas leales a Morris y los que se debían al fundador Oliver. Concluida la guerra, la última de la que se tiene noticia en el Pacífico, el atolón quedó desierto. Pero los minervianos no se dieron por vencidos. Diez años más tarde Morris C. Davis, el presidente exiliado de la República, volvió para reconquistar el arenal. Infructuosamente, a las tres semanas los tonganos les volvieron a echar a palos.
Michael Oliver, por su parte, se olvidó de Minerva, pero no de fabricar un país a su medida. A través de una nueva fundación, la Phoenix Foundation, financió durante años a todo aquel que quisiera montar un paraíso libertario. Trató de separar al archipiélago Ábaco de las Bahamas e independizar por las bravas a la mayor de las islas de Vanuatu, la de Espíritu Santo, un edén tropical del tamaño de Mallorca. No veo preciso recordar que fracasó en todas las intentonas.
Desde los medios de comunicación tachaban a la Phoenix Foundation de “siniestra organización de extrema derecha” y poco a poco el espíritu de Michael Oliver, que desapareció del mapa, se fue desvaneciendo. La República de Minerva hoy provoca más hilaridad que preocupación. Quedan sus 35 dólares de oro y plata y, sobre todo, queda el principio básico de que el Estado representa al mal y con el mal no se negocia ni se le intenta atemperar. Al mal se le elimina, y eso es, precisamente, lo que trató sin éxito de hacer la tierra del atolón naciente, que es como sus habitantes bautizaron a su minúscula e indefensa república.
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