De las cuatro decenas largas de presidentes de los Estados Unidos de América, el más celebrado de todos ellos es Abraham Lincoln. A diferencia de Washington, Jefferson, e incluso Reagan, que disfrutaron de largas y no siempre serenas magistraturas, Lincoln gobernó sólo cuatro años, exactamente los mismos en los que se desarrolló la guerra de secesión, severo trauma que desangró la todavía jovencísima Norteamérica entre 1861 y 1865. Ha pasado a la historia como justiciero libertador de esclavos, impenitente demócrata que luchó por la unidad de su país y como compendio de todo lo bueno y justo que aquella gran nación ha dado al mundo.
Pocos, sin embargo, saben que, en el país de la libertad de prensa, cerró más de 300 periódicos, o que era despótico en la forma y racista en el fondo, o que se lo comía la ambición por el poder. Casi nadie conoce que el hombre que dictó la Proclamación de Emancipación de los esclavos negros se significó públicamente a favor del esclavismo. Nada de esto se sabe porque el Abraham Lincoln que ha llegado hasta nuestros días y hasta nuestros ojos es un personaje histórico edulcorado y esculpido a la medida de los muchos panegiristas con los que ha contado a lo largo de último siglo y medio. El Lincoln que hoy todos conocemos –o creemos conocer– es, en definitiva, un mito, una imagen idealizada que, de manoseada que está, no se parece en nada al personaje real, al que vivió, gobernó y fue asesinado en un teatro en el recién nacido Washington de mediados del siglo XIX.
Quizá sea en el modo en que Lincoln dejó este mundo la piedra primera sobre la que se edificaría el mito posterior. Fue el primero del siglo XX, a pesar de morir 35 años antes de que éste empezase, y el modelo sobre el que se edificaron después las más variopintas leyendas personales post mortem de los líderes carismáticos de un siglo que, como el pasado, fue pródigo en ellos. Lincoln, que en vida había sido un ser humano mezquino y un presidente mediocre tirando a malo, se convirtió tras su muerte en el emblema de los nuevos Estados Unidos nacidos tras la confrontación civil. Los aduladores del momento le pintaron como el heredero natural de los Padres Fundadores y como el punto de inflexión necesario que precisaba entonces la República. No en vano, la historia de Estados Unidos se dibuja en dos anchos trazos en cuyo centro se encuentra la providencial presidencia de Lincoln.
Esta parcial e interesadísima apreciación histórica sería el principio de una presidencia inventada, de un presidente que nunca existió y el fundamento sobre el que edificar una unión renacida, sí, pero que poco tenía que ver con la visión de los que habían parido la nación más libre de la Historia tan sólo un siglo antes. Aquí radica la construcción del mito, es decir, la transformación de un oportunista en un visionario cuya figura habrían de recordar las generaciones venideras.
Con Lincoln nació, por ejemplo, la iconización de los prohombres públicos. Los avances tecnológicos de la época, como la fotografía, y la difusión de la prensa diaria lo hicieron posible. No es extraño que hoy en día el rostro de Lincoln sea el más fácilmente identificable de todos los presidentes de Estados Unidos, incluso para americanos sin instrucción y para extranjeros de cualquier parte del mundo. A esto no se ha llegado por casualidad. Todos los norteamericanos de 1865 pudieron mirar a los ojos de su malogrado presidente. Fue el primero que, en vida, inspiró una suerte de culto a la personalidad. Un juego de niños en comparación con lo que habría de venir, pero suficiente como para ser pionero en algo que, por aquellos, años, casi ningún político hacía. Tras su asesinato, su cadáver fue trasladado hasta Illinois en un aparatoso tren fúnebre preparado para la ocasión, presidido por un gran retrato del fallecido. Millones de personas asistieron al espectáculo conmovidas por la magnificencia de un poder político que nunca antes en los Estados Unidos había sido tanto para tantos.
Construida la imagen del libertador de barba geométrica y semblante adusto, se fue cimentando el mito poco a poco, con la lentitud que estos procesos conllevan en las sociedades libres. Se le atribuyeron cualidades que no poseía, se suavizaron sus más sonados defectos y mutaron en virtudes algunos de sus peores vicios. A los treinta años de su asesinato, Abraham Lincoln había dejado de ser un hábil político del medio oeste que había llegado a presidente, para convertirse en el refundador de Estados Unidos, en el "Gran Emancipador". Evidentemente no se lo merecía, pero para entonces ya no le importaba a nadie, el mito estaba listo para perpetuarse. Y se ha perpetuado.
El problema que tenemos cuando nos encontramos ante un personaje mitificado, es decir, de cartón piedra, es que no lo detectamos ni a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera. Por lo general no lo detectamos nunca a no ser que vayamos sobre aviso. No lo hacemos porque tenemos una tendencia innata a creernos lo que nos cuentan si, en esa narración, todos o casi todos coinciden. Este es el peligro principal de los mitos en la Historia: llegado a un punto, pasan completamente desapercibidos hasta para los más desconfiados.
Para levantar la manta tejida pacientemente durante 150 años son necesarias ciertas dosis de curiosidad, de amor a la verdad y, sobre todo, estar dispuesto a estropear una excelente historia que almohadilla parte del presente, una parte mollar y confortable sobre la que sestea la conciencia de América. Lincoln no fue un dictador en el sentido estricto de la palabra, y al lado de los tiranos que la humanidad padeció en el siglo XX, bien puede representar la cara de la libertad. Pero como de lo que se trata es de saber la verdad, y sólo la verdad, porque de eso se alimenta el saber histórico, libros como El verdadero Lincoln no sólo son una buena excusa para clarificar episodios del pasado, sino una necesidad para explicarnos porque la primera potencia del mundo que es, a la par, la patria espiritual de todos los hombres libres, es mucho más estatista y borrega de lo que los amigos de la libertad desearíamos.
La clave y justificación de todo, la causa por la cual se construyó el mito de Lincoln reside ahí. DiLorenzo lo muestra tal cual, con la crudeza y precisión que estilan los historiadores norteamericanos. No emancipó a los esclavos del sur por convicción sino por oportunidad política. Dio comienzo a una guerra innecesaria que se llevó por delante más de medio millón de vidas y puso los cimientos del que acaso sea su legado más perdurable: la elefantiásica, todopoderosa, ingobernable y corrupta administración federal de Norteamérica. El resto es fábula, manipulación y una biografía cuidadosamente retocada, o, lo que es lo mismo, mito.
El verdadero Lincoln, Thomas Di Lorenzo. Unión Editorial. Madrid. 2008
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