martes, 24 de abril de 2007

Pablo Molina al cuadrado

Escribir bien, bonito y además llevar la razón no está al alcance cualquiera. De hecho, suele ser frecuente que los que hacen lo primero se lleven a matar con lo segundo, y viceversa. Pablo Molina es una de las excepciones. Da gusto leer todo lo que escribe, a veces tanto que se muere uno de risa. Y suele llevar razón. Y es que Pablo ha tomado por costumbre acertar en sus nada sesudos análisis de la actualidad. Se atreve con todo y no pestañea, por muy grande y bien armado que venga el morlaco. Y así todas las semanas.

Pablo no es periodista de profesión, ni siquiera analista, que es como se hacen llamar los que no han visto un teletipo ni de lejos. Apartado de esas distracciones, Pablo se dedica a mirar, al noble y provechoso oficio de observar lo que le rodea con sonrisa de pícaro mientras, en silencio y sin que se le note, va perpetrando mentalmente su columna. Y luego llegan los viernes y los que sabemos apreciar lo bueno disfrutamos como enanos con sus malicias y barruntos, sus retruécanos y piruetas semánticas, que le han convertido en la pluma más casquivana, desvergonzada y fresca de Libertad Digital.


Como todo criminal vuelve siempre a la escena del crimen, a Pablo le ha dado por repasar lo que ha visto, oído y escrito en los últimos dos años y, como era de esperar, se ha sentado a transcribirlo con buena letra y mejor humor. El resultado es un libro que se titula La dictadura progre. Apuntes de un reaccionario, así, sin más, y que eleva al cuadrado la gradación de lo que ya estábamos acostumbrados a leerle; en cantidad y en calidad.

Pablo, en su impenitente incorrección política, rompe una lanza a favor de los desposeídos del mundo moderno, de los que no somos progres ni queremos serlo bajo ninguna circunstancia. Pablo no lo es porque, como bien dice en el primer párrafo de la introducción, es "tolerante, educado, católico, un padrazo estupendo, amante de la lectura y la gastronomía (tampoco mucho)"; "y, según algunos que me conocen, hasta buena persona". No exagera: les aseguro que todo es cierto, especialmente lo último.

Empezar así un libro son ganas de buscarse un lío. Pablo quizá no lo sabe, o lo sabe y le da igual; porque, a diferencia de Groucho Marx, Pablo tiene principios, y no piensa cambiarlos si a usted no le gustan. Los progres, o mejor dicho, el pensamiento progre, un híbrido del marxismo de ayer y la tontería de hoy, ha montado una dictadura en toda regla. Una dictadura de la que es, por añadidura, casi imposible sustraerse. Lo domina todo con su cursilería, sus formas afectadas y su machacona insistencia en lo que está bien, lo que está mal y lo que está regular. Lo que se ajusta al canon de santidad progresista y lo que constituye herejía imperdonable. Pablo y yo, por ejemplo, somos herejes, y como no pueden quemarnos en la hoguera nos insultan llamándonos… sí, efectivamente: reaccionarios.

Ante tal estado de cosas lo normal, lo saludable es rebelarse, decir en voz alta que no se comulga con eso y tener los arrestos suficientes para explicarlo con pelos y señales. Hasta la fecha pocos han osado llevar la contraria, o lo han hecho con la boquita pequeña y aceptando buena parte de la bazofia intelectual y de la miseria moral que los progres de pedigrí acarrean en sus recalentados caletres.

La Transición obró el milagro de que se confundieran churras con merinas y de que, por no se sabe bien qué extraña conjunción astral, se terminase confundiendo izquierda con democracia, o lo que es peor, izquierda con libertad, cuando todo el mundo sabe que suelen ser antónimos.

Reclamar lo obvio, llamar la atención sobre algo tan elemental como que la democracia representativa es un invento burgués, o que la libertad económica y la política van de la mano, es arriesgado, y tan políticamente incorrecto que, si se comete el error de recordarlo, le llaman a uno "reaccionario", "fascista" o el siempre socorrido "facha", que vale para todo.

Esto no ha sido así siempre. El progresismo actual tiene unos orígenes intelectuales precisos, tan precisos que Pablo los ha rastreado hasta llegar al punto de partida.

Los progres actuales, cuya ignorancia padecemos a diario, no lo saben, desconocen a qué se debe lo suyo, y es por eso que sólo trabajan el ser progre, que es de lo que va todo esto. Ser progre evita la incordiosa labor de pensar, más allá de la pose y los cuatro lugares comunes que lo explican todo. La molicie intelectual de unos cuantos indocumentados unidos por su odio africano a la democracia liberal ha terminado, sin embargo, ofreciendo amargos frutos. Para mantener el chiringuito y perpetuar los prejuicios necesitan recurrir constantemente a la mentira y a un montón de ideas placebo que, si bien no curan la dolencia, garantizan un mediano pasar sin demasiados sobresaltos.

Así, por ejemplo, Castro no es tan malo, Arafat era un bendito, Kofi Annan, un respetable hombre de Estado; Benedicto XVI, un nazi; Bush, el demonio… y el Che Guevara un idealista. Así cualquiera. Con certezas tan absolutas lo fácil es ser progre y lo difícil pensar, informarse, volver a pensar y elaborar un juicio medianamente razonable, coherente y sin sofismas, que sólo sirven para engatusar a los bobos.

Pablo Molina no es pogre. Doy fe de ello. Y usted, en cuanto lea este libro, que, por ser el primero, es el mejor de los que ha escrito el amigo Molina. No esperaba menos de él.

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