Estamos asistiendo en estos días a una entrega más de la tragedia en no sé ya ni cuantos actos de la guerra en Oriente Medio. Una guerra que, efectivamente, no tiene fin, fluctúa sin cesar y mantiene al mundo en vilo y a la región sumida en la miseria y la tiranía. Pero, ¿por qué dura tanto el conflicto? ¿Dónde está el origen? ¿Por qué nunca termina y se reactiva una y otra vez?
En Occidente, especialmente en esa parte de Occidente impregnada de lo francés, esto es, lo muniqués, despachamos el asunto con una simplicidad asombrosa: Oriente Medio está guerra porque un estado agresor y artificial quiere adueñarse de todo lo que le rodea. Un estado que, para colmo, es la sucursal asiática de los Estados Unidos y que, por si eso fuera poco, practica el occidentalismo más aberrante con la democracia y la libertad de mercado como bandera. Ese estado, naturalmente, es Israel. Así de sencillo. Si se desea la paz hay que frenar a ese país o, poniéndose tremendo, hacer que desaparezca. Esto último, lógicamente, no se dice ni en las cancillerías ni en las redacciones europeas, pero se piensa y se pide fuera de los focos de lo políticamente correcto.
Algo tan simple como esto es lo que acarrean en sus conciencias la mayor parte de europeos y la práctica totalidad de periodistas del continente, que dedican lo mejor de su profesión a señalar minuciosamente el nombre de agresores y agredidos. El problema principal de lo simple es que, con cierta frecuencia, suele ser falso. No voy a detenerme a explicar porque, en Oriente Medio, los israelitas son los agredidos y sus vecinos árabes los agresores. No lo voy a hacer porque es algo que salta a la vista y tiene cumplida respuesta haciéndose dos sencillas preguntas: ¿Quién atacó a quién en 1948, 1967 y 1973? ¿Quién siembra el terror y las ciudades israelíes de muertos desde la última fecha?
Prefiero centrarme en el mecanismo del embuste, el que practica con deleite nuestra prensa. En lugar de recibir (o recoger) la información y transmitirla, se decanta por trufarla de ideología hasta la náusea. En este conflicto existen buenos y malos cuyo rol en la historia está predeterminado de antemano. Así, cualquier cosa que haga Israel está mal hecha, y, en el extremo opuesto, haga lo que hagan los palestinos está bien o, como mínimo, es perfectamente explicable. Estas son las reglas. La vida de un niño israelí no es que no valga nada, es que los medios occidentales ni dan la noticia en la que un francotirador palestino vuela la tapa de los sesos a un crío de un asentamiento. Algo así les estropearía la historia y pondría en un aprieto sus roles preestablecidos. Lo peor de todo es la que vida de un niño israelí vale mucho, tanto como la de un niño palestino.
Algo semejante sucede con la televisión. Intoxicada hasta el tuétano por los maestros inmortalizados en Pallywood, un documental que muchos periodistas "escandalizados" con el conflicto deberían ver sin más demora. Lo que aparece en pantalla no es necesariamente lo que sucede, sino lo que a la internacional del embuste le interesa que suceda. Si es preciso adulterar la realidad se adultera, si lo es inventársela, se inventa. Todo sea por que la película siga corriendo y lo actores no se muevan ni un milímetro del papel que les han adjudicado.
Con la razón en su contra y los medios a su favor, los terroristas palestinos y sus contrapartidas árabes pueden seguir cabalgando en el terror y el desafuero durante los años que hagan falta. Siempre encontrarán una mano amiga que se desviva por ellos y exponga ante la audiencia las "buenas" razones por las que mueren y, en voz baja, por las que matan.
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