El cuento del calentamiento global empezó allá por 1988 después de un verano inusualmente cálido en los Estados Unidos. Algunos estados las pasaron canutas aquel año y eso fue la excusa perfecta para que los enredas de siempre se pusiesen a darle a la manivela. Curiosamente, hasta ese momento lo que los catastrofistas vaticinaban era el inicio de una era glacial que dejaría Norteamérica tapizada por una generosa capa de hielo. La explicación del fenómeno era lo suficientemente gráfica para convencer a los incrédulos. Las emisiones industriales y del tráfico producían una suerte de velo atmosférico que el calor del sol no podía atravesar, esto haría que las temperaturas se desplomasen y sobreviniese el esperado armagedon. El responsable de todo era, naturalmente, el maldito capitalismo depredador.
Pero ese verano del que ya casi nadie se acuerda hizo que los expertos, ya sabe, ecologistas y científicos del sable, se replanteasen la amenaza y se afanasen en elaborar una nueva teoría radicalmente opuesta a la anterior pero con el mismo culpable. Las emisiones, ahora, no actuaban como velo sino como caprichosa pantalla que dejaba que el calor entrase pero no que saliese. Era el llamado efecto invernadero. Los más sensatos aludieron que ese efecto ya existía y, es más, era lo que posibilitaba la vida sobre el planeta, pero los nuevos profetas, inasequibles al desaliento, hicieron como que no habían oído nada y siguieron erre que erre con la parida que acababan de dar a luz. Desde entonces todo ha consistido en ir soltándolas cada vez más gordas y en ir acaparando poder, que es en la razón última de toda esta historia.
Como ni el clima ni la meteorología se comportan como los ecologistas quieren, éstos han tenido que adaptar su delirante discurso a piruetas imposibles. Y todo para que los hechos confirmen su tesis. Si hace calor, mucho calor, tanto como hace un par de veranos, es que tienen razón. Si hace frío, mucho frío, tanto como el que padecemos este invierno que no se acaba nunca es que también la tienen. Y como muestra un ministro, o, mejor, ministra. Cristina Narbona, quintaesencia del politicastro indocumentado, acaba de decir ante unos inocentes alumnos de secundaria que “el frío tan intenso y súbito” de este invierno es cosa del efecto invernadero. Ahí queda esa. ¿Pero no habíamos quedado en que el dichoso efecto lo que producía era calor? No importa que la ONU haya dicho que el cambio climático es sinónimo de calentamiento, tampoco que los sospechosos habituales del Panel Internacional para el Cambio climático hayan previsto menos oleadas de frío y menos heladas. Lo importante es mantener a cualquier precio el mantra machacón de que la tierra se calienta y su inevitable latiguillo; la culpa la tiene el hombre; el hombre occidental, claro.
Era previsible que después del frío que estamos pasando saliese alguno a apuntarse el tanto defendiendo lo indefendible. Lo único que me ha extrañado es que tardasen tanto en hacerlo. Eso sí, lo han hecho a lo grande. Nada de un pelanas charlatán de Greenpeace, eso sería una minucia en la nueva España de progreso en la que tenemos la inmensa dicha de vivir, sino la misma ministra. Era también previsible que a la confirmación de la profecía le haya sucedido su ración de miedo. Según la Narbona, España es el país europeo donde más se van a notar las perversas consecuencias del efecto invernadero. Pero no sólo eso, la ministra ha rematado su lección magistral asegurando que como en Escandinavia hará más calor, los daneses dejarán de visitar nuestras costas. Lástima de estudiantes, hace falta ser agorero y tener mala sombra. En la Grecia antigua por mucho menos hicieron beber cicuta a Sócrates.
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