La Unión Europea, si de verdad quiere ser unión de algo, ha de empezar por tener empresas multinacionales, que no entiendan de fronteras, que estén participadas por accionistas de cualquier nacionalidad, y que se preocupen más por la rentabilidad del negocio que por satisfacer absurdos orgullos nacionales.
A pesar de que esto es obvio hasta para el economista más mentecato, la madre del cordero de la economía; la banca, la que financia y surte de capital al resto de sectores es, al menos hasta la fecha, un ejemplo de lo contrario. Los bancos en Europa son, inexplicablemente, de ámbito nacional. Cualquier turista lo puede comprobar de viaje por uno o varios de los países que forman la Unión. Un cliente del BBVA, por ejemplo, no verá una sucursal o un cajero de esta entidad en Londres, Helsinki o Francfort ni por asomo. Y viceversa, un londinense de visita en Madrid pasará lo suyo para dar con una oficina del Royal Bank of Scotland o del HSBC.
En un mercado único que comparte divisa y política monetaria, carece de aranceles y goza de modernas comunicaciones, es contrario a la lógica que las grandes corporaciones bancarias no estén asentadas por igual en cualquiera de los 15 países que forman el núcleo duro de la Europa comunitaria.
La noticia de la fusión entre el Santander Central Hispano y Abbey National que saltó a los teletipos la semana pasada viene a devolver el juicio a un sector como el bancario, que está plagado de pequeños jugadores de Regional Preferente y anda falto de figuras de renombre que puedan batirse el cobre con los gigantes norteamericanos y japoneses. No en vano algunos “titanes” del viejo continente como Barclays o BNP Paribas no figuran siquiera en el top ten de la banca mundial.
La operación sin embargo no está cerrada, y después del verano podría frustrarse si en el Reino Unido algún banco local sube la puja por cuestiones, digamos, patrióticas. No sería la primera vez. El Santander ya vio en el pasado como le fue imposible hacerse con la Sociète Generale por ser un banco español, esto es, sureño y poco de fiar a ojos de muchos franceses. Y no ha sido el único, cuando en 1999 el BBVA intentó fusionarse con el UniCredito Italiano algunos funcionarios en Roma no lo vieron bien y frenaron la operación. Algo inaudito en los Estados Unidos, a los que, al menos de boquilla, nos queremos parecer en estas cosas.
El hecho es que si termina por cuajar la apuesta europea de Emilio Botín el Santander se convertirá en el noveno banco del mundo y el cuarto de Europa en capitalización bursátil. Una gran noticia, y no porque la entidad tenga la sede en una hermosa ciudad española, sino porque sus clientes, que se cuentan por millones, podrán contar con un socio poderoso, solvente y extendido por un planeta que cada vez es más pequeño.
El Abbey no es un caramelo a pesar de lo que pueda parecer a primera vista por el llamativo cambio de imagen corporativa que ha dado en los últimos meses. En 2003 la entidad británica perdió la friolera de 644 millones de libras después de impuestos, y su negocio principal, la banca minorista, no está en su mejor momento. Botín ha pensado ya en hacer de ese banco algo rentable reduciendo los costes y remodelando sus sistemas informáticos a conciencia. Menos gasto y más eficiencia; beneficio para todos, especialmente para los clientes que tienen una hipoteca contratada en un banco que, en el Reino Unido, se hizo famoso por este tipo de producto financiero.
Le deseo la mejor de las suertes al Santander Central Hispano por el arriesgado envite que acaba de hacer en uno de los mercados financieros más complejos y competitivos del mundo. Si no lo consigue habrá dejado el pabellón bien alto, pues este es el primer gran intento de fusión de la Europa de la moneda única. El proceso es además imparable, el alemán HVB está en conversaciones con el ABN Amro y con Credit Suisse. En menos de diez años el mapa bancario europeo será, si los burócratas no se entrometen, completamente diferente y propio de una economía integrada. En cuanto al orgullo nacional, dejémoslo para la Eurocopa.
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