Que el régimen comunista, genocida e inhumano que tiene sojuzgada a la mitad septentrional de la península coreana es un peligro a escala planetaria no es un secreto para nadie. Desde la fundación de la república popular tras la guerra mundial, el gobierno de Pyonyang, monopolizado en una familia, ha tenido un único objetivo: invadir el sur y convertirse en una pequeña pero guerrera potencia asiática.
Aunque la propaganda de izquierdas, que es del mismo calibre que su insignificancia intelectual, insista en que los Estados Unidos desembarcaron en Pusán en 1950 para masacrar a los inofensivos norcoreanos, la realidad es que la invasión provino del norte y su objetivo era liquidar a la diminuta y todavía mísera Corea del Sur. Por fortuna para los 50 millones de ciudadanos de la república sureña las apetencias de sus vecinos se vieron frustradas por la determinación de la Casa Blanca, que, esta vez sí, no permitió que los soviéticos agrandasen aun más su imperio de gulags y podredumbre.
Desde entonces el gobierno de Corea del Norte ha vivido única y exclusivamente para dos menesteres; uno, esclavizar a su gente y matarla a hambre, y dos, reiniciar las hostilidades con Seúl para unificar las dos Coreas bajo la hoz y el martillo. La primera doy fe que la ha conseguido. La segunda no, aunque no ceja en su empeño a través de perpetuar un conflicto que sigue vivo –nunca se firmó un tratado de paz en la guerra de Corea– y al que el régimen de Kim Jong Il jamás ha renunciado.
Hace unos días la revista británica Jane’s reveló que Pyonyang estaba desarrollando unos misiles balísticos con un alcance de hasta 4.000 kilómetros, es decir, con capacidad de llegar hasta los Estados Unidos. Si un régimen tan amoral como ajeno a las consecuencias de sus actos llega a disponer de semejante arma lo lógico es pensar que va a utilizarla. Los efectos de un ataque nuclear sobre los Estados Unidos pueden ser letales, tanto en víctimas como en su previsible impacto sobre la economía mundial. La hipótesis puede parecer irrisoria pero más aún lo era la del 11-S y sin embargó sucedió.
No es extraño que se haya llegado a este extremo. Desde Washington, desde Bruselas o desde Tokio, principales garantes de la independencia de Corea del Sur, no se ha tomado en serio desde hace mucho tiempo la amenaza encarnada en Kim Jong Il, cuyo delirio y ansias de grandeza parecen propias de los tiempos de Stalin o Mao Tse Tung. Las tres potencias occidentales se han deshecho en ayudas a fondo perdido al tirano y han subvencionado numerosos programas de alimentos cuyos beneficiarios probablemente no fuesen las masas famélicas de las colectivizaciones.
El misterioso accidente ferroviario del pasado mes de abril fue la última llamada de atención sobre los turbios asuntos en los que anda metido el gobierno de Pyongyang. En el convoy viajaban sirios custodiando material desconocido junto a una carga reconocida de nitrato de amonio. Un año antes Kim Jong Il aseguró que permitir inspecciones de la ONU a sus centros nucleares provocaría una guerra. Y hace poco más de un mes se negó a desmantelar su programa nuclear en la ronda de negociaciones que se está llevando a cabo en Pekín.
Las cancillerías occidentales se están auto engañando con el caso de Corea del Norte que, a primera vista, es bastante más peliagudo que el de Irak. En 1994 se retiraron del Tratado de No Proliferación y expulsó a los inspectores. En 2002 Pyongyang reconoció oficialmente que había reactivado el programa atómico y todo hace pensar que éste se encuentre en avanzado estado de gestación. Tiempo han tenido, y tranquilidad también, con los Estados Unidos enredados en las campañas de Afganistán e Irak.
Presumir que, hoy por hoy, el terrorismo islámico es el único enemigo de occidente es un craso error que podría llegar a pagarse carísimo. Aunque parezca mentira, un déspota coreano hijo de su padre y de los peores tiempos del socialismo real está tomando el pelo a conciencia a la nación más poderosa del mundo. Lo peor es que, como nos enseña la Historia, a la tomadura de pelo le sucede siempre el desastre. Y ese desastre aún se puede evitar.
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