Pujol, con todas las pegas que le queramos poner, que son muchas, supo que eso de “fer país” había que tomárselo con calma sin más aspavientos que los estrictamente necesarios y siempre dirigidos al público de casa. La Cataluña de 1978 no era independentista y el hoy vilipendiado abuelo del catalanismo lo sabía a la perfección. Se trataba de ir poco a poco, con paciencia de cartujo, convirtiendo lo que había sido una región española más, con las peculiaridades que todas y cada una de las regiones tienen, en una nación aparte, dizque oprimida que despierta tras una sumisión de siglos al invasor castellano. Es delirante, lo sé, pero precisamente las ideas delirantes son las que más fuerza toman cuando se ha ganado el número suficiente de adeptos para tirar de ellas. Tomó al asalto la educación, toda, desde el parvulario hasta las escuelas de posgrado, y los medios de comunicación. Una estrategia ganadora desde el principio. Con la educación se modela la conciencia a largo plazo, con la televisión, la radio y los periódicos a corto. Es la clásica bicicleta gramsciana que sigue y seguirá funcionando por los siglos de los siglos.
En estas tres décadas largas la Cataluña oficial ha ido separándose y, a la vez, dando forma a la Cataluña real. No hay cuerpo social que aguante incólume treinta años de matraca continua, de monotema, de invención sistemática de la historia, de danzas regionales y de promoción de los muchos agravios que hoy muchos catalanes sienten como un arañazo en la espalda desnuda. A este glorioso desfile se apuntó entusiasta la práctica totalidad de la influyente burguesía local y una parte considerable del resto de la sociedad. A fin de cuentas, vivimos en una sociedad de víctimas, qué mejor que sentirse víctima de una afrenta por muy imaginaria que esta sea para demandar luego las reparaciones pertinentes. Salvo contadas excepciones (Losantos, Espada y cuatro más), durante los primeros veinte años nadie dijo esta boca es mía. De nada servía denunciar los excesos que se estaban cometiendo en nombre de esa Cataluña milenaria (y de nunca jamás) que intentaba recuperar su lugar en la historia tras incontables siglos de forzado silencio. En Madrid se quería creer que no era para tanto. Los bienpensantes hacían como que no pasaba nada empeñándose en ver la foto fija del 77 cuando, razonables y contenidos, los catalanes pedían en las plazas del Principado la descentralización del poder y que se pudiese enseñar catalán en las escuelas.
El catalanismo, especialmente el pujolista, convenía al PP y al PSOE para garantizarse legislaturas tranquilas cuando era preciso
Pero a esas alturas la máquina llevaba demasiado impulso, ya era virtualmente imposible de detener. Tampoco hubo voluntad de hacerlo. Pujol, que terminó constituyéndose como la opción del catalanismo moderado, fue criando a sus propios radicales. Ahí tienen la resurrección de entre los muertos de Esquerra Republicana de hace quince años o el contagio que sufrieron las cúpulas del PSOE catalán y de IU, que ni siquiera llegó a llamarse así en Cataluña aunque luego los votos los extrajese del cinturón industrial de Barcelona, castellanohablante y poco dado en principio a las exaltaciones patrióticas. La reacción llegó tarde y no fue unánime. El PSOE y el PP siguen a la gresca con este tema haciendo un brindis al sol tras otro incapaces de adoptar una posición conjunta como la que cualquier partido europeo tomaría en el caso de un desafío semejante. En realidad, y visto con la perspectiva que da el tiempo, el catalanismo, especialmente el pujolista, convenía a ambos para garantizarse legislaturas tranquilas cuando era preciso. De hecho, hasta hoy mismo los esfuerzos de los dos principales partidos han ido más enfocados a devolver a CiU al redil que a plantarse ante lo que podría suponer el mayor trauma para España desde la Guerra Civil.
Al final ha sucedido lo que tenía que suceder, el tren que partió hace treinta años ha alcanzado la estación de término. Los políticos nacionalistas han hecho lo que se esperaba de ellos. Cuando se pone en marcha una idea que no encuentra oposición –o una oposición débil y fragmentada– no hay quien la detenga hasta que ésta alcanza su objetivo final. En el caso del nacionalismo catalán es la independencia, así sin más, que mirado desde fuera tampoco tiene tanta importancia, pero visto desde dentro es un escenario para que todos, catalanes, castellanos, andaluces, canarios, gallegos, asturianos y mediopensionistas nos echemos a temblar. Quizá ahora, con Aníbal en las puertas de la ciudad, empiecen a tomárselo en serio. La política es de natural cortoplacista y esto es de hoy para mañana. Conociendo el paño no sé yo si estarán a la altura.
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