Con la última encuesta del CIS en la mano los resultados de unas elecciones que se celebrasen mañana serían para echarse a temblar primero, para correr después a la frontera más próxima, salir del país con lo puesto y, una vez a salvo al otro lado de la raya, clamar al cielo como uno de esos curas berlanguianos: “¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!”. Eso es exactamente lo que hizo Estanislao Figueras en 1873. Acto seguido, el efímero presidente de la fugacísima Primera República agarró un tren y se fue a Francia. Una vez allí dejó su hartazgo por escrito. El prócer se lamentaba por un país que estaba hecho un cromo, en el que los ánimos andaban “agitados, las pasiones exaltadas, los partidos disueltos, la Administración desordenada, el Ejército perturbado, la guerra civil en gran pujanza y el crédito en gran mengua”. Un lugar no muy distinto a la América ingobernable y presa de la confusión, la ruina y los mil odios intestinos de la que se quejaba amargamente un derrotado Bolívar unas décadas antes.
La victoria de Podemos y sus cofrades de izquierda podría llegar incluso a ser histórica si el poder municipal y autonómico con el que cuenta el PP se desvanece en las elecciones de mayo
La victoria de Podemos y sus cofrades de izquierda podría llegar incluso a ser histórica si el poder municipal y autonómico con el que cuenta el PP se desvanece en las elecciones de mayo. Luego será lo que tenga que ser y sospecho que no será nada bueno. Quizá la cosa no tenga ya remedio a estas alturas de año. Hace tiempo que perdimos el tren de la sensatez. Las inaplazables reformas que debieron afrontarse hace tres años han brillado por su ausencia. Un Mariano Rajoy zombificado, encerrado en el ataúd de la Moncloa, con oídos solo para los pelotas tipo Soria, las correveidiles tipo Soraya, los incapaces tipo Montoro y la gañanería de la cuadra Nadal, es el primer y principal responsable de que el país se encuentre en esta lamentable situación, dividido en bandos irreconciliables asistidos por esa lógica que nos es tan cara y que conoce solo las posiciones claras, tajantes y generalmente absurdas cuyo corolario es siempre el caudillato de un iluminado.
Es triste darse de bruces con la realidad. Los fantasmas de la familia, que han permanecido prudentemente ocultos durante las últimas décadas en algún rincón del castillo, vuelven a merodearnos. Muchos entre nosotros siguen creyendo a pies juntillas que la realidad se puede cambiar a golpe de asamblea constituyente que alumbre una nueva –y presumiblemente eterna– carta magna que nos permita empezar mágicamente desde cero haciendo tabla rasa de todo lo anterior. Esa arrogancia de pretender olvidar que la historia está ahí, que somos lo que somos gracias a los que fueron antes de nosotros, con sus grandezas y miserias, sus aciertos y equivocaciones.
Si aspiramos a cambios más profundos que dejen poso y terminen por transformar nuestro país perfeccionando sus instituciones la única vía posible es aprender del pasado. Es algo mucho más lento, menos heroico y no satisface bajas pasiones como la venganza o la ira que de un año a esta parte se han adueñado de una buena parte del electorado. Deberíamos descartar lo que no funcionó en el pasado y quedarnos con lo que nos fue útil. El socialismo, por ejemplo, en toda su amplia gama de sabores y colores que van desde el azul mahón al rojo pasionaria no nos ha traído más que servidumbre y penurias. Cortemos con él de una vez, aunque sea poco a poco. Ídem con el nacionalismo, esa ideología de los tontos, en todos sus ámbitos y variantes. Los países prósperos y libres –a no otra cosa deberíamos aspirar– sortean estos dos heraldos de la ruina y la postración. Por eso precisamente son prósperos y libres.
No nos engañemos, la estatolatría, el creer que la política es la solución a todos nuestros problemas, el culto al politicastro y al boletín oficial es lo que nos ha conducido a esto
No nos engañemos, la estatolatría, el creer que la política es la solución a todos nuestros problemas –incluidos los personales–, el culto al politicastro y al boletín oficial es lo que nos ha conducido a esto. Más Estado, más política, más políticos, más disposiciones en los boletines oficiales agravarán nuestros males. Sin politiqueo, con un Estado reducido a su mínima expresión no habría corrupción por la simple razón de que no tendríamos con qué financiarla. Tampoco habríamos de padecer un capitalismo de amigotes como el que nos aflige. Los amigotes aparecen a la sombra del político con mando en plaza. Poco negocio iban a hacer los Botines o los Florentinos si recalificar o supervisar fuesen verbos que no tuviésemos que conjugar. La política es la enfermedad, todo lo demás no son más que síntomas. El día que aprendamos algo tan elemental lo habremos aprendido todo.
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