Con la última encuesta del CIS en la mano los resultados de unas elecciones que se celebrasen mañana serían para echarse a temblar primero, para correr después a la frontera más próxima, salir del país con lo puesto y, una vez a salvo al otro lado de la raya, clamar al cielo como uno de esos curas berlanguianos: “¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!”. Eso es exactamente lo que hizo Estanislao Figueras en 1873. Acto seguido, el efímero presidente de la fugacísima Primera República agarró un tren y se fue a Francia. Una vez allí dejó su hartazgo por escrito. El prócer se lamentaba por un país que estaba hecho un cromo, en el que los ánimos andaban “agitados, las pasiones exaltadas, los partidos disueltos, la Administración desordenada, el Ejército perturbado, la guerra civil en gran pujanza y el crédito en gran mengua”. Un lugar no muy distinto a la América ingobernable y presa de la confusión, la ruina y los mil odios intestinos de la que se quejaba amargamente un derrotado Bolívar unas décadas antes.