Me recriminan por correo electrónico por haber osado criticar a Adolfo Suárez, que, por lo que se ve, además de duque es ya beato y, en breve, santo de la Iglesia Transicionita, que, si aún no existe, pronto la fundarán.
No, no lo hago por epatar ni porque en mis mocedades tempranas –tempranísimas, para el caso– ya le hubiese tachado de perjuro o de camisa azul blanqueada por la Ley de Reforma Política. Lo hago porque, nos guste o no, Adolfo Suárez es ya historia de España y, como tal, su figura debe ser estudiada y criticada sin apasionamientos.
Mi crítica es estrictamente política. En lo demás, creo que fue un marido excelente, un padre ejemplar y un gran amigo de sus amigos. Pero eso, claro, no viene al caso. Fue un pésimo presidente y, como líder del CDS, un mejorable candidato de un partidillo personalista que se mantuvo en la arena política mientras le duraron las pilas al jefe.
Sin entrar a valorar su triste década al frente del CDS (1981-1991), sus años de Gobierno no fueron tan buenos como nos quieren vender, ahora que el sistema que él contribuyó a montar hace aguas por todas partes. Nos dicen, por ejemplo, que fue el responsable y el motor de la Transición. No es cierto. El que diseñó y ejecutó la Transición fue Torcuato Fernández Miranda, preceptor del Rey y antiguo ministro de Franco. Él y no Suárez hizo posible que se pasase de la Ley a la Ley de un modo suave, tan suave que el país ni se enteró.
Suárez entró en juego cuando, ya puesta en marcha la máquina en el verano del 76, el Rey, aconsejado por Fernández Miranda, buscó un hombre sin demasiados principios, que viniese del Régimen para no levantar susceptibilidades y lo suficientemente manejable para que fuese por donde tenía que ir. Debía ser, además, ambicioso en grado sumo y estar dispuesto a dejarse la piel y algo más en el envite. Ni Fraga, ni Areilza ni ningún otro presidenciable se ajustaban al perfil: por viejos, o porque tenían clientelas propias, o porque disponían de su propio plan para alcanzar la soñada meta de convertir el franquismo en una democracia parlamentaria.
Suárez sí se ajustaba, y además se encargó de adornarse con grandes dotes de seducción y una capacidad para el trapicheo político que nadie ha conseguido igualar. El Rey y su camarilla, que fueron quienes le pusieron ahí, pudieron comprobar que su elección había sido la acertada cuando el proceso se aceleró de un modo sorprendente. De su nombramiento a la legalización del Partido Comunista pasaron sólo nueve meses, y once hasta la celebración de las primeras elecciones.
El franquismo, que había tardado años en dotarse de forma político-jurídica, se desmontó completamente en sólo unos meses. Así de fiero era el tigre; para que ahora nos cuenten el cuento de que estábamos al borde de una guerra civil, o que hacía falta mucha mano izquierda para no molestar al búnker o provocar una huelga general revolucionaria.
A partir de ahí, Suárez se creyó que el papel era suyo de por vida. Creó de la nada un partido político, a partir de los penenes de su Gobierno. Como la izquierda y la derecha ya estaban ocupadas, definió lo suyo como el centro. Así nació la UCD, como el proyecto personal de un presidente y unos ministros que aspiraban a seguir mandando. ¿Ideas? Para qué necesitaban ideas, si ya tenían el poder y pretendían seguir reteniéndolo durante largo tiempo...
Suárez y todos los que le acompañaban en el viaje procedían del régimen, así que, proclamándose centristas, ocuparon el lugar de la derecha, a la que marginaron y tacharon de franquista, al tiempo que concedían un plus de legitimidad a la izquierda, especialmente a la socialista, verdadera niña mimada de la Transición. Él, travestido de Adenauer, consideró oportuno tener un SPD esperando pacientemente gobernar algún día. Con la diferencia de que Adenauer jamás pintó nada en el NSDAP, mientras que Suárez había sido secretario del Movimiento, gobernador civil y hasta director general de TVE en vida de Franco. Adenauer, además, conocía la historia de Alemania y a los propios alemanes, y tenía muy claro cómo debía ser el nuevo Estado alemán. Suárez, en cambio, desechó lo único que tenía en la cabeza y se dedicó a vivir en la inopia... hasta que le pasaron por encima, después de una intensa campaña de desprestigio que le dejó para el arrastre.
La crisis económica que castigó a España durante sus años de Gobierno fue parcheada con medidas socialdemócratas que hicieron las delicias de sus adversarios. Tan contentos, se avinieron a firmar los Pactos de la Moncloa y todo lo que les pusiesen por delante. Se encontró el país sin un mal desempleado y muchos pluriempleados y lo dejó con dos millones de parados. Fue incapaz de contener la inflación y de detener la pérdida de valor de la peseta, convertida a principios de los ochenta en un auténtico andrajo fiduciario.
A diferencia de los países de la Europa del Este, que, partiendo de una situación infinitamente peor, en poco tiempo se pusieron a crecer como locos, a nosotros la Transición nos salió carísima. Los sucesivos Gobiernos endurecieron la fiscalidad hasta límites no conocidos antes en España. Sin ir más lejos, el IRPF, que era un inoperante invento del tardofranquismo, se convirtió en la pesadilla anual de todos los cabezas de familia, para alborozo de asesores fiscales y, especialmente, de políticos.
Y es que el sistema creado a instancias de Suárez necesitaba –y sigue necesitando– cuantiosos fondos para funcionar. La casta política heredada del franquismo se multiplicó primero por dos y luego por 17, cuando nacieron los entes autonómicos. De todos los errores que cometió, el peor fue el del café para todos, es decir, la descentralización administrativa sobre la base de un modelo paritario pero económicamente insostenible y, para colmo, sin más justificación histórica que un par de estatutos de autonomía aprobados durante la Segunda República.
Su debilidad frente al nacionalismo periférico, al que colmó de honores y parabienes simplemente porque se declaraba antifranquista, se tradujo en el lustro más negro del terrorismo etarra. La banda pasó de perpetrar 17 asesinatos en 1975 a 93 en 1980. Y esto último es un dato, no una opinión.
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