viernes, 7 de marzo de 2008
Por qué (casi) siempre gana la izquierda
Ahora que tenemos las elecciones encima una de las preguntas clave es cuánta gente mantendrá el voto de los últimos comicios y cuántos de los que votaron a un partido determinado pasará a hacerlo a otro. Con esto y con los motivos que conducen a un individuo a abstenerse creo que pueden explicarse y hasta incluso preverse los resultados electorales. En España, como en casi todas las democracias maduras, la mayor parte de la gente vota siempre a los mismos de un modo instintivo, tanto en la izquierda, en la derecha como en sus respectivas franquicias nacionalistas. Si la familia o el entorno del individuo en cuestión es de izquierdas/derechas/nacionalista votará en consecuencia aunque la política le traiga al pairo. Los instintivos, creo yo, forman el núcleo duro de votantes de cualquier gran partido, el "suelo electoral" que llaman los expertos.
Por encima de esa masa pétrea que jamás y bajo ninguna circunstancia cambia el voto hay, digamos, un grupo que cambia de preferencias en algún momento de su vida dependiendo de la edad, las modas y lo desgastado que esté el partido en el Gobierno. Una vez hecho el cambio se quedan en uno de los lados y, a veces, devienen incluso instintivos de ese bando. Más allá de estos dos sectores de votantes (viveros, que diría un cursi), que vienen a formar el grueso del electorado, esto es, más o menos, los que nunca faltan a la cita con las urnas, hay un tercer grupo de votantes-veleta que le echan el voto al que manda por infinidad de razones de tipo psicológico (la erótica del poder) o de interés individual (las clientelas políticas subsidiadas o que viven a expensas del poder)
La razón por la cual la izquierda suele sacar más votos se debe a la "facilidad" de votarla al que no lleva la carga instintiva, es decir, al que no le han programado en casa el voto. Mola más votar a partidos de izquierda en la juventud, y no debe olvidarse que, para muchos, la juventud dura hasta los 35 o los 40 años. Por otro, socialistas y comunistas hacen un uso intensivo y muy eficaz de consignas sencillas y demagógicas estilo "vamos a dar una vivienda a todo quisqui", "se va a acabar el paro por decreto", "vamos a subir las pensiones, los sueldos y lo que haga falta" etc... Por no hablar de la omnipresencia mediático-cultural de la izquierda y su magistral dominio del lenguaje. Han logrado convencer a todo el mundo que ser solidario, tolerante, generoso o dialogante es sinónimo de ser de izquierdas o ser de izquierdas es ser, a un tiempo, todas esas cosas. La izquierda tiene, además, una ventaja capital en los países donde el Estado se pule a discreción la mitad (o más) del PIB: la posibilidad de generar y mantener inmensas clientelas a su servicio gracias al gasto público.
Esto es lo que le da la fuerza a los partidos de izquierda de toda Europa. Si sumamos sus instintivos a los que reprograman en las universidades más los veleta que votan al que está en el machito la victoria de la izquierda es inapelable. Entonces, ¿por qué, a veces, pierde? Creo que, básicamente, por su propia naturaleza cortoplacista, dilapidadora y, las más de las veces, inmoral. Es caer un país en manos de socialdemócratas (no digamos ya de comunistas) y escurrirse por la pendiente de la crisis económica, la corrupción, el clientelismo. Pasó en España con Felipe González o en Alemania con Schröder. Aun así, y por muchos disparates que hayan hecho en el Gobierno, los partidos de izquierda suelen mantener inmaculada su imagen de justicieros sociales. A fin de cuentas, como decía Revel, a la izquierda se la juzga por sus intenciones no por sus hechos. Y a los hechos me remito. Después de la que cayó sobre el PSOE en los noventa no sólo perdieron por la mínima las elecciones del 96 sino que, 8 años más tarde estaban de nuevo en el poder y en el interín mantuvieron intactos sus feudos electorales como Andalucía o Extremadura.
La izquierda occidental, además, ha sufrido una curiosa mutación en los últimos años que la convierte en un instrumento letal y electoralmente imbatible. De erigirse en representante de las clases medias y bajas llevando bajo el brazo programas de redistribución forzosa, nacionalizaciones a mansalva y ética a prueba de bombas ha pasado a vender humo y palabras bonitas. Zapatero no es más que el alumno aventajado de esa escuela de la nada que ya no exige sacrificios. Ser izquierdista en los años 70 era relativamente duro. Había que hacer méritos externos como ir hecho un adefesio, ser o parecer un obrero del extrarradio y dejarse caer por las tascas de los obreros de verdad para compartir con ellos vino peleón y tortilla española. No hay más que echar un vistazo al personal en los mítines del PSOE en 1977 y en 2008. Ahora, en cambio, cualquiera puede ser izquierdista. Es, más que un compromiso político, una actitud individual muy llevadera que permite, a un tiempo, ser millonario y quejarse de lo mal repartida que anda la riqueza en el mundo. Así cualquiera.
Pero no sólo eso. Ser o decir que se es de izquierdas le pone a uno en el lado de los buenos de manera automática. Es como un elixir de acción inmediata y sin contraindicaciones. Un izquierdista es, por definición, buen tío, tolerante, culto, viajado, respetuoso con el medio ambiente, abierto de mente, concienciado con el tercer mundo, amigo de la paz y el diálogo.... La contrafigura es, ha de ser, el que se dice derechista, liberal, conservador o cualquier otra cosa que le plante cara a la izquierda. Es, en definitiva, Martínez el facha, un tipo entrañable pero desfasado, castizo, primario, dado al fanatismo y, sobre todo, en vías de extinción.
El debate político ha quedado, por lo tanto, reducido a ideas (ya sean buenas, malas o regulares) frente a sentimientos. Por poner un caso práctico. Ante el problema del desempleo unos dicen (decimos) que hay que flexibilizar el mercado laboral y trabajar más horas; los otros que el paro se soluciona con buenas intenciones y con un abstruso "pacto por el empleo" regado con mucho dinero público. Y así con todo. Contra el terrorismo unos dicen (decimos) que lo lógico es ponerse serio, coger al terrorista y meterle en la cárcel mientras los otros que, diálogo y buen rollo mediante, el terrorista se convertirá por arte de birlibirloque en un pacífico ciudadano pagador de impuestos.
Ante panorama semejante quién no votaría por los que dicen resolver los problemas de un modo tan simple y poco sacrificado. La receta es tan atractiva que hasta los partidos de derecha han caído en el embrujo del buenismo boborrón y, cada vez más, tienden a imitar a sus contrapartes. Ahí tenemos a Gallardón cabalgando en la consigna retroprogre o al propio Rajoy cuando le da el ataque de complejitis.
Una ventaja añadida con la que cuenta la neoizquierda zapateresca es que, de fácilmente digeribles que son sus postulados, saca votos de donde antes era imposible sacarlos. Cualquier abstencionista que nunca vota puede hacerlo ahora porque, a fin de cuentas, el socialismo actual es un traje a la medida del que cada uno coge lo que le interesa. Un partido total, para todo y para todos que, aunque caiga en continuas incoherencias y contrasentidos, al votante medio le convence porque, después de todo, echar la papeleta en la urna es gratis.
Esto es lo que hay, y a esto hemos llegado, por bobos. Los unos porque creen de corazón que, en política, las varitas mágicas existen. Los otros, que somos nosotros, por haber subestimado al adversario y, lo que es más grave, por no haberle visto venir.
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