martes, 24 de octubre de 2006

El crimen de Dresde

Las cifras de la barbarie sobrecogen. Sobre una ciudad de 630.000 habitantes cayeron 650.000 bombas incendiarias de una tonelada cada una, 529 de dos toneladas y una de cuatro toneladas. El incendio que provocó el ataque fue de tal magnitud que la columna de fuego se veía desde 150 kilómetros a la redonda. La ciudad ni siquiera pudo defenderse. Apenas quedaban baterías antiaéreas y los pocos cazas disponibles no pudieron despegar por falta de combustible.

La matanza fue inaudita. Éste de Dresde fue el único bombardeo de los muchos que asolaron Alemania en los dos últimos años de guerra, en el que no quedó gente con vida para enterrar a los muertos. Días después, cuando aún ardían como teas muchos edificios de la ciudad, se abrieron fosas comunes para sepultar apresuradamente a miles de cadáveres. Otros fueron incinerados en grandes parrillas en las que se apilaban hasta 500 cuerpos por pira. Un infierno indescriptible.

La razón por la que Inglaterra y los Estados Unidos planearon y ejecutaron semejante carnicería es aun desconocida. En febrero del 45 Alemania se encontraba presa de la confusión, en retirada de todos los frentes y virtualmente derrotada. Por si esto no fuese suficiente, Dresde no era un enclave importante desde el punto de vista militar. La industria bélica era casi inexistente y, lo que quedase de ella, no estaba operativa. Carecía de destacamentos militares de fuste y no constituía un punto trascendental para las operaciones aliadas.

El de Dresde fue el sangriento y criminoso punto final de una estrategia errada –los bombardeos sobre Alemania– que sólo sirvió para asesinar a mansalva a cientos de miles de civiles. Concebida en origen por Inglaterra como única arma a su disposición, había perdido todo su sentido con la entrada de la Unión Soviética y los Estados Unidos en la contienda. Cuando en 1943 se produjo la letal incursión de la RAF sobre Hamburgo, los bombardeos aliados sobre la población civil carecían de justificación práctica y no estaban demostrándose efectivos desde el punto de vista militar.

El poderío bélico norteamericano y la resistencia rusa, pertinaz como pocas, decantaron la contienda en el invierno del 42. La victoria aliada, a la larga, estaba garantizada, y eso Churchill lo sabía. Inglaterra, además, dejó de padecer los ataques de la Luftwaffe en noviembre del 40, por lo que queda eliminada la coartada de la venganza.

A pesar de que Gran Bretaña consagró gran parte de su esfuerzo bélico al mantenimiento de una inmensa flota aérea, la industria armamentística alemana no se resintió hasta 1944. No lo hizo entonces por los intensos raids aéreos aliados, sino por la falta de materias primas que, a partir del verano de 1944, colapsó la economía del estado nazi.

Los aliados, especialmente Inglaterra, consumieron preciosos recursos en un modo de hacer la guerra moralmente inaceptable que, indudablemente, retrasó el final del conflicto. Esto y la larga campaña italiana pospusieron –tal vez un año– el desembarco en Francia. No veo preciso remarcar que, de haber sido así, Stalin no se hubiera adueñado de la mitad de Europa, simplemente porque su ejército nunca hubiese llegado tan lejos.

Valga esta pequeña reflexión en perspectiva para percatarse de lo estéril e ilógico que fue el crimen de Dresde.

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