La polémica e injusta ley del tabaco, de inconfundible aroma progre, acaba de cobrarse su primer libro crítico. Y, lo que son las cosas, lo ha escrito un socialista: José María Mohedano, que, felizmente apartado del, ese sí, nefando vicio de la política, se dedica con mejor fortuna a la abogacía. En ¿Quién defiende al fumador? desgrana un puñado de buenas razones para desafiar, más que la letra, el espíritu de una ley tan absurda como innecesaria.
Lo ha hecho a modo de diálogo, como los antiguos; preguntas y respuestas sobre un espinoso tema en el que la intoxicación existe, pero proviene más de los incansables activistas antitabaco que del humo de los cigarros. Así, por ejemplo, constatamos que eso de perseguir al que fuma no es cosa de la ministra de Sanidad, ni de los fanáticos aquejados de tabaquina que cargan sobre el cigarrillo todos los males que en el mundo hay: desde el mismo instante del Descubrimiento de América –y del tabaco–, las autoridades, tanto civiles como sanitarias y eclesiásticas, han librado una denodada e infructuosa lucha contra los fumadores.
Rodrigo de Jerez, el primer fumador, terminó desfilando ante el tribunal del Santo Oficio. Felipe II, un siglo más tarde, y como la cosa no remitía, ordenó azotar primero y desterrar después a los fumadores contumaces. En Roma, el Papa Urbano VIII excomulgó a los que osasen entrar con un puro en las iglesias. Una nimiedad al lado del zar de Rusia o del sha de Persia, ambos decididos a cortar de cuajo el problema condenando a muerte a los que, a escondidas, gozaban del humo de una buena labor tostada al sol.
Diligencia semejante se ha apoderado de los gobiernos occidentales en las últimas dos décadas. Aunque ahora, como los tiempos vienen laicos y descreídos, apelan a la salud y no a la salvación, como hacían sus tiránicos antecesores. Nos dicen, por ejemplo, que fumar acorta la vida, pero nadie ha encontrado la correlación matemática, porque hay fumadores de 80 años que siguen fumando. A la salud de los que quieren prohibírselo, naturalmente. En esto de las cifras, hacen que bailen al son que ellos marcan, como los ecologistas con el calentamiento global. Las que les interesan las airean, las que no las ocultan, y el resto se las inventan con un descaro sorprendente.
El tabaco mata al año a 50.000 personas. Así de tajante. El drama viene cuando nos ponemos a bucear en esos datos, que son más fruto del inquisitorial deseo de los antitabaquistas que una incontestable realidad estadística. La relación entre cáncer y tabaco no es tan meridiana como establecen; y, puestos a buscar culpables de esa enfermedad, la mala alimentación pesa más que los cigarrillos. Y es que, aunque se empeñen en lo contrario, sigue siendo más dañino para el cuerpo (y la mente) atiborrarse de bombones que fumarse un buen par de Palmeros al día.
Los espantosos sufrimientos que nos aguardan a los fumadores no son nada al lado del presunto dineral que costamos a las arcas del Estado. Pues bien, esto no sólo es mentira, sino que es, exactamente, al revés. Los fumadores somos un negociazo redondo para el Ministerio de Hacienda. El impuesto sobre las labores del tabaco es del ¡72%! Tan alto que, sólo en 2004, nosotros solitos metimos en la caja común 7.297 millones de euros. Cantidad suficiente para costear la construcción de 1.218 kilómetros de autopista o sufragar la sanidad madrileña durante tres años y medio. Eso, claro, no lo pone en las cajetillas.
Visto así, lo lógico sería que el Estado fomentase el consumo, aunque sólo fuese para ofrecer más y mejores servicios a los ciudadanos. El Estado, sin embargo, que es hipócrita, ineficiente y corrupto por naturaleza, no sólo hace lo contrario, sino que sería incapaz de gestionar bien el dinero recaudado ni aunque la tasa fuera del 300%, ni aunque fumasen a calzón quitado todos y cada uno de los españoles mayores de 18 años. Esto último se lo ha dejado en el tintero el autor, quizá porque sigue pensando que, en el fondo, el Estado es bueno.
El hecho es que, a pesar del expolio fiscal, de la persecución y de las campañas, cuyo único objetivo es estigmatizarnos como seres humanos de segunda clase, insanos y sucios, los fumadores no nos damos por vencidos. Somos tercos, y nos mantenemos en nuestras trece paladeando cada calada. Posiblemente porque, en su ceguera fanática, no han caído en la cuenta de que fumar fue, es y seguirá siendo un placer, un signo de civilización que, como Molière remarcó hace siglos: "es la pasión de la gente bien, y quien vive sin tabaco no merece vivir: no sólo alegra y purga el cerebro humano, sino que infunde virtud en las almas y con él se aprende a ser honesto".
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