El derribo a piquetazos del muro de Berlín y de la utopía socialista dejó a la izquierda europea huérfana de reivindicaciones de envergadura. Hasta entonces, mientras duró la fantasía ruinosa y sangrienta del socialismo real, los progres de este lado del mundo se las veían francamente felices sacándose de la chistera recetas importadas directamente del plan quinquenal soviético. Así, por ejemplo, en los años setenta –y aun a principios de los ochenta– en las huelgas podían verse banderas rojas con la hoz y el martillo coquetamente bordadas en una esquina. La estética de la revolución, aunque desfasada, todavía conseguía adeptos entre los sindicalistas, indocumentados por naturaleza, y los políticos de oportunidad que se hartaban de viajar a la URSS en comisiones de buena voluntad.
El colapso del imperio rojo cortó en seco el flujo de ideas –malas naturalmente– que corría con fluidez de un lado a otro del telón. Los partidos comunistas se aplicaron con presteza a cambiarse el nombre y los sindicatos de clase hubieron de olvidarse a marchas forzadas del catecismo marxista que era su razón de ser. Si el mundo fuese perfecto –que no lo es– y las cosas funcionasen con lógica, el primer lustro de los noventa tendría que haber sido el del entierro oficial de partidos de extrema izquierda y sindicatos ultramontanos de barba, pancarta y piquete a la puerta de la fábrica. Sin embargo no fue así. Faltos de proyectos de mayor altura, como las nacionalizaciones masivas tan en boga en los setenta, alguna lumbrera de eso que llaman la Europa social se inventó un renovado reclamo para galvanizar la conciencia obrera; la jornada de las 35 horas, esto es, trabajar menos sin reducir el salario, o lo que es lo mismo, aumentar el sueldo por la vía de la reducción de jornada.
A falta de los subyugantes eslóganes de otros tiempos que invitaban a la poesía y a la trinchera, el nuevo sindicalismo se hizo más prosaico. Ya no se trataba de derribar el sistema que había posibilitado que casi cada obrero tuviese casa, coche y aparato de vídeo, sino hacer de él un paradigma de lo social. La revolución por la vía pacífica, el asalto a la utopía a través del ocio, la conquista del tiempo libre. La cantidad de sandeces que le dedicaron entonces era innumerable. Para defender algo que de primeras parecía indefendible se dotaron de un breviario plagado de simplezas en el que se aseguraba que la reducción de jornada crearía empleo o que, rizando el rizo de la estupidez, trabajar menos supondría para las empresas un aumento de la productividad por empleado.
La reivindicación fue duramente criticada por los economistas sensatos, que son los menos, y por las organizaciones empresariales. Ni los unos ni los otros veían por ningún lado el aumento de las contrataciones ni el repunte de la productividad, más bien al contrario, semejante medida, advirtieron entonces, haría crecer la lista de desempleados y comprometería seriamente la viabilidad de muchas empresas. El error de planteamiento de los sindicatos era de raíz. Tomaban el empleo como una constante dada, es decir, que era imposible crear más del que ya había, por lo tanto lo único juicioso era repartir el existente. Craso error. El empleo, como la producción de leche o la fabricación de coches, aumenta si la economía crece y disminuye si la economía se estanca. Si se trabaja 35 horas al precio de 40 todo lo que puede esperarse es que el factor trabajo se resienta, es decir, que aumente el paro. Esto, tan sencillo a primera vista, no pasó por el privilegiado cerebelo de ninguno de los progenitores de la jornada de las 35 horas.
La campaña terminó por cosechar sus frutos y una ministra, una tal Martine Aubry, la clásica profesional de la política que no ha trabajado un solo día de su vida, convirtió la reivindicación en Ley. Francia se erigió nuevamente en avanzadilla social de la Unión y presunto modelo a seguir. Aubry, hueca como un palomo buchón, aseguró que la Ley crearía 450.000 empleos en dos o tres años y haría de los galos los trabajadores más productivos y competentes de Europa. No dio ni una.
Cuatro años después de que se implantase con carácter de Ley la jornada de la discordia, la economía francesa va de mal en peor, el paro ha crecido y, lo que es peor, la ética del trabajo se ha visto seriamente afectada. Las empresas francesas llevan un lustro largándose a otros países menos sociales y más productivos, las que se quedan han empezado a contratar en masa a empleados temporales, de hecho, en 2002, el 22% de los jóvenes franceses trabajaban sin contrato fijo y dando gracias porque la tasa de desempleo para los menores de 25 años ha ascendido hasta el 22% de la población activa. Estos dos simples datos vienen a demostrar que la jornada reducida, vendida como un bálsamo contra el desempleo, ha servido para todo lo contrario. Las empresas grandes y con plantillas consolidadas han frenado en seco la contratación porque cada empleado les sale más caro, un 12% más caro. Mientras tanto, los jóvenes, los que se incorporan al mercado laboral no pueden hacerlo a no ser que sea el Estado o una empresa pública la que les contrate. Tanto los ministerios como los mastodontes estatales colgaron hace tiempo el cartel de no hay vacantes, luego el sino de muchos recién licenciados es irse con su música a otra parte o pasar a engrosar la nómina de la Agencia Nacional de Empleo.
El primer ministro Raffarin ya ha afirmado que la jornada de 35 horas ha jugado en contra de la economía en su conjunto, y que esa Ley ha de ser reformada para impulsar la creación de empleo y de riqueza. A buenas horas mangas verdes. El pasado mes de julio, siguiendo la estela de la alemana Siemens, la fábrica de Bosch en Lyon se plantó y desafió a París pactando con sus empleados un aumento de jornada sin remuneración extraordinaria. Algunos, los más carcas, lo ven como un chantaje infame, otros, los verdaderos progresistas, como una vuelta a la cordura.
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