Doce menos veinte de la mañana del 22 de noviembre de 1963. Todo el personal del hospital Parkland Memorial de Dallas se encuentra preso de la histeria. Una limusina descapotable de color negro acaba de dejar en la misma entrada de urgencias de la clínica el cuerpo agonizante del 35º presidente los Estados Unidos.
Alguien llama a un sacerdote católico al quirófano y allí mismo le da la extremaunción. Los médicos ya han certificado su muerte unos minutos antes. Por orden del vicepresidente Johnson se introduce el cadáver en un ataúd y se lleva con una velocidad sorprendente hasta el aeropuerto de Love Field. En la aeronave del presidente, el célebre Air Force 1, se produce una de las escenas más tétricas de la historia íntima de los Estados Unidos. Lyndon B. Johnson jura el cargo en la estrechez de la cabina flanqueado por la viuda del difunto JFK cuyos restos descansan aun calientes en un féretro situado en la misma estancia.
Apenas una hora antes en Dallas la policía ha detenido al primer sospechoso. Se trata de Lee Harvey Oswald, un joven de Nueva Orleans antiguo marine y militante procastristra. Las pruebas encontradas en el almacén de libros que se encuentra a la entrada de la calle Elm corroboran la implicación de Oswald. Un rifle, varias cajas a modo de barricadas en la puerta y tres casquillos. Al desdichado además se le acusa de haber asesinado a un policía en su huída de la escena del crimen. El país se revuelve de dolor por lo estúpido del crimen y lo vulnerable que ha demostrado ser su más alta institución. Nadie lo entiende mientras las llamadas telefónicas cruzan frenéticamente el país de lado a lado. ¿Quién ha matado al presidente? ¿Quién ha organizado una ejecución pública de semejante magnitud?
A finales de noviembre, el ya presidente Johnson dispone la creación de una comisión a cargo del juez Earl Warren. Nada debe quedar al margen de este directorio de elegidos. Los siete comisionados se afanan en sistematizar las pruebas y realizan multitud de interrogatorios para acabar la tarea antes de las elecciones presidenciales de 1964. Y lo consiguen. En septiembre del año siguiente, diez meses después del magnicidio, la Comisión hace públicas sus conclusiones. Oswald actuó solo, disparó tres balas y no formaba parte de conspiración alguna para asesinar al presidente. Una parte del país sintió una reconfortante sensación de alivio, la otra tomó el Informe Warren con escepticismo. Aquí nace la Teoría, o teorías, de la Conspiración.
La primera espada en romperse fue la investigación que llevó a cabo el fiscal de Nueva Orleans Jim Garrison, investigación por otra parte que ha pasado a la historia gracias a JFK, el film de Oliver Stone cuyas prestidigitaciones cinematográficas han sido recientemente desveladas a la opinión pública. Garrison sostuvo con cierta fortuna que Kennedy había sido asesinado por otro individuo situado en una loma de césped al otro lado de Elm Street. Las indagaciones de Garrison fueron sin embargo mucho más allá. A través de unos valiosísimos testigos que había encontrado en Nueva Orleans trató de implicar a la CIA en la organización y ejecución del magnicidio. A pesar de ello, el fiscal de Louisiana perdió el juicio. Si bien Garrison arrojó luz sobre algunos de los aspectos más oscuros del magnicidio, no pudo aportar ninguna prueba concluyente y, mucho menos, acusar a ningún alto cargo del mandato de Kennedy. Una de las tesis de Garrison se basaba en que la cabeza del presidente, al ser disparado, se desplazó hacia atrás y a la izquierda. Si la bala había entrado por la nuca eso era aparentemente imposible. Estudios sobre cinética han demostrado que no sólo es posible sino que sucede aun probándolo en el jardín de casa con una carabina de perdigones y un melón. Duro revés para los conspiracionistas que, sin embargo, no se han cansado de ingeniar hasta las más peregrinas teorías sobre el porqué y el cómo de la muerte de Kennedy.
A principios de los años 70, con motivo del escándalo Watergate y del fracaso en Vietnam, el magnicidio de Dallas tomó nuevos bríos. La crisis económica y de valores que padeció Estados Unidos en aquella época invitaba a la especulación. Los soviéticos además tenían, o al menos lo parecía, todas las de ganar en la Guerra Fría y eran muchos los que afirmaban sin empacho que al capitalismo americano le quedaban los días contados. De aquel entonces proviene una miríada de presuntas conspiraciones que aun hoy colean y siguen vendiendo infinidad de libros. Los extraños sucesos de los extraterrestres de Rockwell, la trama que llevó a Marilyn al otro barrio de una sobredosis de barbitúricos, la inverosímil historia que afirmaba que Neil Armstrong nunca había pisado la luna. En aquel ambiente sensibilizado, vulnerable y propicio a la mentira, el asunto de Kennedy renació y se popularizó hasta límites inimaginables tan sólo diez años atrás. En 1976 los sondeos de opinión eran alarmantes. El 80 por ciento de la población americana creía firmemente que la muerte de Kennedy se había debido a una conspiración urdida en las más altas esferas del Estado. Ni el cine era ajeno al sentir popular. Woody Allen inmortalizó la opinión del neoyorquino medio en una memorable secuencia de una de sus películas. El clamor popular obligó en 1977 al Congreso a nombrar una nueva comisión que volviese sobre los pasos de la investigación de Warren. El House Selected Comitte for Assasinations o HSCA no despejó ninguna incógnita y dejó a los amigos de la conspiración con un palmo de narices. La HSCA, sin embargo, en su informe final reconoció que "probablemente John Fitzgerald Kennedy fue asesinado como resultado de una conspiración". Tan sorprendente conclusión, y más viniendo de una institución pública, provenía del estudio detallado de la llamada "Prueba acústica". Según parece uno de los policías de escolta del presidente se dejó su intercomunicador abierto. El aparato grabó cuatro disparos en lugar que los tres canónicos que había establecido el Informe Warren. Para dar por buena la "Prueba acústica", el Comité del Congreso no escatimó en medios y convino finalmente en que efectivamente había otro tirador. ¿Quizá el de la loma de césped? No se sabe, la HSCA no se manifestó al respecto, simplemente dio por buena la teoría del asesino múltiple pero sin casarse plenamente con ella pues no pudo demostrar relación alguna entre Oswald y el tirador desconocido.
Las cábalas técnicas sobre el cómo del asesinato se agotaron con el Informe de la HSCA de 1978. Era ya imposible investigar más. Se ataron los cabos sueltos de la Comisión Warren, se indagó sobre la prueba acústica, se interrogaron nuevos testigos..., el comité llamó incluso al famoso Hombre del Paraguas cuyo testimonio no sirvió de gran cosa. A partir de entonces, los conspiracionistas se detuvieron más en el porqué. Partiendo de uno de los principios básicos de la investigación policial, todas las nuevas hipótesis se centraron en averiguar quiénes eran los más beneficiados por la muerte del presidente de los Estados Unidos. Es decir, quién tenía un móvil. Y candidatos, como es de suponer, no faltaron. En un principio se apuntó, como ya hemos visto, a la CIA. Sin embargo esa tesis no se sostiene. En muchos aspectos los servicios secretos fueron la niña bonita del presidente Kennedy. Creció su presupuesto y JFK era un gran defensor de la Inteligencia Militar. Gracias a ella se pudo localizar a tiempo, por ejemplo, la instalación de misiles en Cuba. Otros más resabiados culpan al complejo industrial-militar de haber acabado con la vida del presidente. Tampoco funciona esta última. La escalada bélica en Vietnam empezó con Kennedy en contra de lo que muchos piensan, su sucesor Lyndon B. Johnson no hizo más que consolidar una campaña que se había iniciado años antes. Respecto a la Guerra de Vietnam baste resaltar que fue comandada básicamente por presidentes demócratas. La retirada de Saigón, en 1973, fue ordenada por el republicano Nixon y a este no trató de asesinarle nadie.
Visto con la perspectiva que dan los años, los que más motivos tenían para asesinar a JFK eran sin duda los comunistas. Al Kremlin todavía le picaba en noviembre del 63 el bofetón de la crisis de los misiles y es normal que Kruschev quisiese ver al inquilino de la Casa Blanca criando malvas en el cementerio de Arlington. Sin embargo la ejecución no llevaba el sello de la KGB. Demasiado chapucera, demasiado obvia. Los rusos sabían como quitarse a alguien de en medio y, además, cada agente de la Lubianka estaba férreamente marcado por su homólogo del Pentágono. Una operación de ese calibre no hubiese pasado desapercibida. Otro de los sospechosos fue Fidel Castro. E iba cargado de razones, Kennedy había patrocinado la invasión de la Bahía de Cochinos y fue el responsable del famoso embargo que aun se mantiene en la actualidad. Pero ni lo uno ni lo otro. Cierto que la Casa Blanca había, en un principio, tomado la causa del exilio como propia, cierto que tras el bloqueo en la Crisis de los Misiles le sucedió un embargo, pero no lo es menos que una vez en la isla los expedicionarios fueron abandonados como perros a expensas del ejército de Castro. ¡Menudo regalo!, debió pensar Fidel mientras apuraba un Cohíba en su residencia de La Habana. En cuanto al embargo que tanto aflige hoy a las autoridades habaneras, en aquel entonces no se tomó ni como un contratiempo. El mismo Che Guevara afirmó en público que a Cuba el embargo yanqui le traía sin cuidado pues la praxis revolucionaria llevaría al pueblo cubano a cotas de bienestar inimaginables por los norteamericanos.
Paradójicamente al igual que hay estudiosos que defienden la implicación de Castro en el asesinato los hay que defienden la posición contraria. Según algunos, el sector duro del exilio cubano se vengó en el presidente por su feo papel en el fiasco de Bahía Cochinos. Los anticastristas sin embargo, salvando la chapuza de la invasión, tenían mucho que agradecer a Washington. Los había cobijado, los protegía y amparaba, hasta incluso legisló a favor de esa nacionalidad otorgando a sus poseedores el refugio automático según pisasen suelo americano.
Otra de las teorías que más fortuna y predicamento han cosechado es la de la Mafia. El padre de JFK, Joseph Kennedy, había mantenido en el pasado envidiables relaciones con el crimen organizado. ¿Quizá el hijo decidió independizarse de esa hipoteca familiar conforme acarició el terciopelo del poder? No lo sabemos; de lo que sí tenemos constancia es que Robert Kennedy, como fiscal general del Estado, persiguió a ciertas organizaciones criminales que al amparo de los sindicatos, el juego y la droga menudeaban por los Estados Unidos. A la tesis de la mafia le ayuda el hecho de que Oswald fuese asesinado por un gangster de medio pelo apenas dos días después de su captura. Seguir la pista a la mafia es, ayer y hoy, trabajo de chinos, por lo que todo lo que puede interpretarse es el posible móvil que hizo a los mafiosos deshacerse de la figura del presidente. Si tal y como apunta una parte de la parroquia conspiracionista fue la mafia la responsable del magnicidio sólo nos queda averiguar qué demonios perseguía con semejante acto. Esto nos vincula de nuevo a la trama del exilio cubano. Según los amigos de esta teoría la llegada al poder de Castro supuso el fin de los casinos de La Habana, ciudad que, con más leyenda que otra cosa, nos la pintan como el paraíso de la mafia, la corrupción y el desgobierno. Los capos se sintieron, pues, tanto o más traicionados que los milicianos cubanos e hicieron pagar la felonía a Kennedy con sangre. De cualquier modo, y mirándolo con el escepticismo debido a un acontecimiento histórico, la tesis mafiosa no soluciona nada porque a fin de cuentas nada consiguieron sus presuntos mentores. ¿O es que acaso Johnson invadió de nuevo la isla? ¿O es que el crimen organizado dejó de ser perseguido tras la muerte de Kennedy? La mafia busca resultados prácticos y en esta ocasión no los hubo.
Del inventario casi infinito de teorías sobre la muerte de Kennedy algunas no dejan de tener su gracia. Se encuentra de todo en este supermercado alimentado por el mito de Dallas. Hay defensores de la llamada "Teoría del Fuego Amigo", en virtud de la cual la bala mortal provino no del rifle de Oswald sino del revolver de uno de sus escoltas, que se disparó accidentalmente cuando éste iba a socorrer al presidente. Los hay de la conocida como "Teoría de los Oswald Múltiples", que apunta a una nunca demostrada venta de la identidad por parte de Lee Harvey Oswald. Se han llegado a contar hasta 60 Oswald distintos. Otra de las teorías que hacen las delicias de los conspiracionistas más bizarros es la "Teoría del Chofer Asesino" emanada del visionado fotograma a fotograma de la película que Zapruder tomó en el lugar de los hechos. Según ella, fue el chofer del presidente el que disparó contra Kennedy, redujo la velocidad de la limusina y salió pitando al hospital. De creérnosla habríamos de levantar el dedo acusador contra Jacqueline Kennedy por cómplice. La última y quizá la más sorprendente es la del suicidio. A algún cerebro privilegiado de esos que abundan por América se le ha ocurrido que realmente JFK quería morir porque padecía una enfermedad crónica, el mal de Addison. Planificó su muerte de manera que pudiese verlo todo el mundo, en un lugar despejado, un día de sol y a bordo de un coche descubierto. Como un emperador romano inmolándose en el Coliseo. Puro delirio.
Saber quién y por qué mataron a Kennedy es quizá una de las grandes preguntas sin respuesta con las que se ha despedido el siglo XX. Posiblemente nunca lo sabremos y si así fuese, tal información no nos resolvería problema alguno. La muerte de Kennedy a lo más que puede llevarnos es a pasar un buen rato haciendo gimnasia mental y poniendo en duda todo lo que otros ya han dado por bueno.
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