Dicen que el periodismo español está en crisis. No lo creo. Tal vez lo único que esté en crisis sean ciertas empresas periodísticas, que no han sabido ponerse al día y pretenden vivir como vivían antes, es decir, divinamente a costa de dar poco a cambio de mucho sirviendo puntualmente a su amo, que nunca fue ni el lector, ni el oyente, ni el telespectador. El cabreo y frustración de los mandamases de la cosa nos ha hecho creer a todos que nos encontramos de cara al final de los tiempos. En parte es cierto, estamos ante el final de sus tiempos. El periodismo, por lo demás, está mejor que nunca. La modernidad le ha sentado muy bien. Nunca antes habíamos disfrutado de tantos medios peleándose por atraer nuestra atención, de tantos libros nuevos batallando por entrar en nuestro Kindle o de tantas producciones audiovisuales esperando pacientemente en YouTube a que el dueño del cotarro –usted– encuentre un momento y les dedique unos minutos de su preciadísimo tiempo. Algunos periodistas, la mayoría, lo han entendido y le sacan jugo a esta exprimidora infinita. Otros se lamentan con amargura porfiando maldades en lo que queda de sus columnas, ya con olor a naftalina y menos lectores que oyentes tienen los discos de gramola.