La intervención aliada en Irak ha obrado dos sorprendentes maravillas. La primera fue aventar del poder a un dictador corrupto y sanguinario posibilitando de paso la instauración de la primera democracia que conoce ese país en su historia. La segunda ha sido proporcionar una coartada universal al progrerio de toda Europa, especialmente al progrerio patrio, que tanto debe a la consigna “las bombas de Bagdad estallan en Madrid”. Desde que el combinado angloamericano hiciese su trabajo han pasado más de dos años. Irak no es un paraíso, indudablemente, pero es infinitamente mejor que cuando era una finca particular de Sadam y su familia Adams de asesinos que se rebozaban en su propia inmundicia. La realidad iraquí es esperanzadora, y eso a pesar de las escabechinas que cada mes perpetran los terroristas de Al Zarqaui, que por más que insista El País en presentárnoslos como insurgentes o resistentes no son más que matarifes que asesinan sin piedad a su propia gente.